La expresión “animales no humanos”, que es de uso generalizado en la literatura científica, es interesante no tanto por los seres a los que refiere sino, más bien, por los humanos, que son a los que, por contraste, alude. Cierto es que, a partir de la definición de Aristóteles, tenemos claro que somos “animales racionales”, pero no lo es menos que desde la antigüedad hemos tendido a ignorar el primer elemento de este binomio; el énfasis en la racionalidad nos ha hecho perder de vista nuestra condición animal.
Esta tendencia se agudizó cuando, a partir de la asimilación del pensamiento helénico en la Edad Media, el Cristianismo se hizo dominante. Desde entonces la discusión giró sobre la atribución por Dios a los seres humanos, o, al menos, a algunos de ellos, de un “alma”. Durante mucho tiempo se discutió si los “paganos” la tienen, y, si, por carecer de ella, son seres inferiores, a los que sería lícito someter a esclavitud. Así hoy nos parezca absurdo, fue posible sostener, durante un largo período, que había hombres dotados de razón pero privados de alma, incapaces de reconocer al Dios Verdadero y carentes, por lo tanto, de derechos humanos.
Estos debates son ya obsoletos. Las iglesias cristianas no vacilan en reconocer que todos los humanos tenemos alma, en tanto que para las concepciones laicas de la filosofía ese atributo o no existe o es irrelevante. Así las cosas, está despejado el panorama para que nos ocupemos de los “animales no humanos”, especialmente de los primates que son nuestros primos hermanos. El parentesco es mayor de lo que suele creerse pero el que cabe esperar si tenemos en cuenta que compartimos con ellos más del 90% de la estructura genética.
Para la concepción tradicional solo los humanos somos capaces de utilizar herramientas, compartir un lenguaje y, en general, desarrollar una cultura. Nada de esto es verdad. Existen entre el hombre y los primates diferencias en todos estos ámbitos pero son de grado, no de esencia. Productos como somos de la evolución, nos ubicamos en una línea continua que va de las manifestaciones animales más simples a las más complejas.
Los simios pueden usar piedras para romper nueces o palos puntiagudos a fin de acceder a las savias de árboles que les sirven de alimento. Aprenden a interactuar con nosotros usando un amplio repertorio gestual y reconocen la lengua humana. Por supuesto, familiarizados como estamos con las habilidades comunicacionales entre perros y humanos, esta afirmación no tiene porque sorprendernos. Abundan también las pruebas de que se comunican entre sí. Dian Fossey, una investigadora que dedicó su vida a estudiar los gorilas en su ambiente natural, aprendió a imitar los sonidos que para ellos significan paz, amistad, confianza y consuelo. Se trata de nociones de enorme complejidad.
Si por “cultura” entendemos la capacidad de aprender formas de comportarse que trascienden las reacciones automáticas o instintivas, los resultados de las investigaciones con simios son contundentes. Ciertas comunidades, por ejemplo, han aprendido a usar agua para limpiar los alimentos antes de consumirlos. La moda, que es un comportamiento social imitativo, se da igualmente entre primates. Por ejemplo, el macho líder de una comunidad de chimpancés criados en cautiverio quedó cojo como consecuencia de un accidente; los machos jóvenes lo imitaron durante el tiempo en que tardó su recuperación; ocurrida esta, volvieron a caminar normalmente.
Todos estos comportamientos, que tanto se asemejan a los humanos, son posibles porque los primates -y, al parecer, también, delfines y ballenas- tienen conciencia de sí: son capaces de reconocerse en el espejo. Por eso pueden identificar al “otro” e interactuar con él.
Estos hallazgos son útiles para entender la conducta animal y arrojan luces sobre el comportamiento humano. Frans de Waal ha revolucionado la teoría política al sostener que no es verdad, como lo sostenía Hobbes, que en el “estado de naturaleza” los humanos somos seres egoístas; y que se requiere un pacto, real o presunto para establecer reglas de convivencia social. En su opinión, que ilustra con sus experiencias con primates, la sociabilidad no es un artificio; proviene de nuestra condición animal. Somos sociables como lo son otros muchos animales.
Más allá de estas afinidades evidentes entre humanos y primates se están desarrollando sentimientos de simpatía con el reino animal que son novedosas. La ola de indignación que ha sacudido al país con motivo del asesinato a las patadas de un búho en Barranquilla, es claro ejemplo de esta nueva sensibilidad.
Quizás los búhos – símbolos que son de la sabiduría- tengan una visión del mundo que puedan compartir con sus congéneres. Desde la perspectiva humana, que es la única que nos resulta posible, ciertos comportamientos animales pueden tener una intencionalidad que se nos escapa.
Quizás todos somos partes del todo y el todo es Dios, como lo sostenía en el siglo XVII un gran filósofo, Baruch Espinosa. Creerlo así -fingir que se lo cree- en algo consuela ante la constatación de que cada día desaparecen para siempre especies animales de la faz de la tierra.