Ilustración: Los Naked.

Escribo en mi navegador la combinación “Petro” y “comunista” y obtengo 1 millón 400 mil resultados. Por supuesto, no vale la pena leer ni una decena de estas páginas, porque todas repiten lo mismo: el candidato es una amenaza, la patria debe unirse para enfrentar ese peligro, el comunismo es aun más temible que el mismo diablo. En una línea que contiene estos tres elementos lo dice Abelardo de la Espriella: “En esta oportunidad tenemos el deber patriótico de impedir que el país caiga en las manos de un demonio socialcomunista como es Gustavo Petro”.

Este tipo de sonsonetes son por supuesto recurrentes en el mundo entero para descalificar a ciertos rivales en política. La injuria es muy antigua, tiene por lo menos 170 años, incluso en Colombia, a donde, siempre llegan los debates y las fórmulas que nacen en otros rincones del mundo. Así, en nuestro país, una de las primeras menciones es la que hace el líder artesano Ambrosio López en 1851:

“No soy comunista, mucho menos puedo ser rojo, porque rojo quiere decir vándalo, beduino, terrorista y todo lo malo que hay en el mundo, y peor que todo ello junto; peor que comunista, porque los individuos de esta secta política solo desean la nivelación de las fortunas para satisfacer sus necesidades físicas, y los otros desean la nivelación de las fortunas y de las cabezas para satisfacer sus odios, sus venganzas y todas sus pasiones malévolas”.

Cualquier parecido con las catilinarias de Uribe Vélez en 2022 no es coincidencia. La descalificación del rival y la asimilación del “rojo” o “comunista” con las formas más peligrosas del criminal político y del vil criminal, hace parte integral del insulto anticomunista. El agravio se repite a lo largo de la historia. El propio nieto del anticomunista Ambrosio López, el entonces candidato Alfonso López Pumarejo, mereció la injuria a partir de 1934, por haber llevado a cabo una serie de reformas sociales. También fue acusado de ser “comunista” Jorge Eliecer Gaitán, por haber convocado a las masas. Incluso el hijo de López Pumarejo, Alfonsito López Michelsen, mereció el apelativo, por haber intentado un partido disidente dentro del rígido marco bipartidista creado por su padre. Más recientemente, hasta Juan Manuel Santos ha sido tachado de “comunista”, por haberle dado curso al proceso de paz con las Farc. 

Evidentemente, ninguno de los mencionados, incluido Petro, fue nunca comunista: nunca militaron en el partido comunista, y nunca promovieron las medidas propuestas por el comunismo, como la socialización de los medios de producción. Los políticos citados hicieron algunas reformas sociales (como mejorar las leyes del trabajo) o impulsaron asuntos que tenía pendiente el país desde hacía cincuenta años (como discutir con las Farc). Por haber llevado a cabo esos asuntos puntuales, o haberlos defendido, han pasado a la memoria popular como los políticos de mejor recordación (López Pumarejo y Gaitán), o tienen la más alta estima internacional como ex presidentes (Santos).    

En otro nivel, es normal que haya sectores que no gustan del progresismo. Es evidente que quienes buscan distribuir un poco mejor la riqueza nacional, quienes defienden un modelo social incluyente y quienes expresan la necesidad de que la economía no esté manejada por una supuesta “mano invisible”, no son del agrado de quienes, por el contrario, buscan perpetuar sus privilegios, o creen en el dogma de la economía de mercado “libre”. Sin embargo, esto no es oponerse al “comunismo”. Es oponerse al ideal de la igualdad (y no hablo ni siquiera de su realización).  

En el imaginario habitual, el “comunista” importa sus ideas. Una tierra noble y sumisa (como la colombiana) no puede dar esos frutos. Es por contaminación extranjera que se difunden ideas igualitarias. Por eso, el anticomunista siempre hace alusión a fenómenos externos: en los años veinte, se miraba con espanto la revolución rusa y se expulsaba a extranjeros “rojos”; en los treinta, se miraba con el mismo espanto la España y la Francia del Frente Popular. En los años 2020, se invoca a Cuba y a Venezuela. Por eso la invocación al patriotismo, a la defensa de los “valores nacionales”, etc. etc., es habitual en el remoquete anticomunista.

En realidad, hay una alta dosis de miedo en el anticomunismo primario. Es el temor exagerado del que teme perder algo. Es una visión propiamente fantasmal de la expropiación generalizada y la revolución violenta. Es la fobia a la bandera roja. Y hoy como ayer, el miedo al “comunista” se usa política y electoralmente. Es una veta fácilmente explotada (todo miedo es bueno para manipular políticamente). Por supuesto, dada la concentración actual de los medios de comunicación, el asunto es amplificado, y logra moldear imaginarios colectivos. Si hoy, en general, los juicios suelen ser mediáticos, pueden ir más allá si los supuestos “comunistas” se acercan al poder. Fue lo que le pasó a Jacobo Árbenz, presidente reformista de Guatemala en 1954, el primero al que tumbó un golpe organizado por la CIA en plena guerra fría, en plena cacería de brujas comunistas.  

En suma, tachar de “comunistas” a los rivales políticos es un insulto recurrente, además de un despropósito conceptual y una táctica política basada en el miedo. En lo inmediato, para debatir de verdad, más vale concentrarse en los programas reales y sus posibilidades, en vez de alimentar ese fantasma. Queda, por último, el tema de los crímenes cometidos por los anticomunistas primarios en América latina, el continente privilegiado para experimentar la violencia apelando a ese pretexto. Pero esta ignominia es un capítulo aparte.  

Es investigadora asociada de la Universidad Paris Diderot. Estudió ciencias políticas en la Universidad de los Andes, una maestría en historia latinoamericana en la Universidad Nacional de Colombia, una maestría en ciencias sociales en el Instituto de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de Marsella...