Lo que puede enseñarle la mamá de una estatua humana a los candidatos que se inscriben por firmas para comenzar la campaña antes de tiempo.

La semana pasada circuló profusamente un video en el que se registró el momento en que un actor callejero de Cartagena, que representa una estatua humana, robó a una turista extranjera que quería tener una foto con él. El hecho causó revuelo por el lugar en que ocurrió, -en pleno Centro Histórico de la ciudad-, la condición de la víctima, la habilidad del delincuente y la circunstancia de que hubiese quedado la evidencia en el video que las redes y los medios acogieron y difundieron masivamente.

Aunque se tenía la prueba del hecho no había información precisa sobre el responsable, pero claro: las autoridades podrían identificarlo relativamente fácil. No había, sin embargo, información sobre su paradero. La Policía trabajó un par de días en la investigación sin muchos avances.

El autor del delito resultó ser un hombre adulto, 29 años, que fue conminado a entregarse a las autoridades por su madre Catalina Serna, una mujer humilde, con quien vive en el barrio Pablo VI, fundado precisamente con ocasión de la visita del primer Papa que llegó a Colombia. Es una zona de Cartagena distinta al Centro Histórico: no hay alcantarillado, no hay pavimento, no hay opulencia, sino pobreza. Es uno de los barrios más azotados por las decenas de pandillas que siembran la intranquilidad y ponen en riesgo a jóvenes en situación de vulnerabilidad.

Inmediatamente Catalina se enteró del hecho le exigió a su hijo responder por su conducta. Ella misma llamó a una emisora popular de Cartagena a contar lo que ocurrió y a notificar a las autoridades de que su hijo se entregaría. Ella buscó un policía en la calle y ella lo llevó a la estación donde finalmente se le recibió la versión que fue de necesidad y arrepentimiento.

El hecho describe perfectamente la manera como opera el control social y como debería funcionar la cultura de la legalidad, que en Colombia ha promovido el ex alcalde Antanas Mockus.

El primer freno, el individual, no funcionó; el segundo, el del rechazo social, sí. Y solo después de que operan, o no, esos dos restrictores de la conducta humana, funciona el aparato legal.

El ex fiscal Moreno, para tomar cualquier ejemplo, no tuvo un entorno protector que hubiese rechazado sus delitos, que eran evidentes por la ostentación que hacía del dinero mal habido y del que pocos de los que resultaban tentados se abstenían de disfrutar. El entorno familiar recibía complacido los apartamentos, los carros y las joyas. El entorno social aceptaba las invitaciones.

No hubo una Catalina Serna que, como dicen en Cartagena, se le plantara, lo recriminara y llamara a la Policía.

La tragedia nacional, que se expresa en los casos más escandalosos de corrupción y en la vida diaria, se cultiva en esa cultura de la ilegalidad en la que todo se justifica o se acepta.

Roberto Carlos Pérez, la estatua humana, que solo se movía para apropiarse de la billetera de sus clientes, justificó el hecho por la pobreza, pero encontró un doble freno: el de su propia madre y el del Estado que había instalado una cámara de seguridad en el lugar, lo que permitió recoger la evidencia.

El mismo día en que Pérez se entregó, se inscribió el comité de promotores de la candidatura presidencial de Germán Vargas Lleras. Se trataba de un típico caso de la cultura del atajo, como lo denunció la Misión de Observación Electoral.

Vargas decidió recoger firmas para arrancar su campaña por fuera de la oportunidad legal que limita el tiempo de la misma a cuatro meses. Solo entonces se podría recoger fondos, hacer propaganda electoral y otros gastos de campaña.

La ley deja, sin embargo, un atajo. Hay un vacío y una ambigüedad que permite, si me postulo con el aval de un grupo significativo de ciudadanos, hacer campaña para poder recoger las firmas. Y claro, si hay el atajo, pues se toma.

En el pasado, por ejemplo, para saltarse la prohibición legal de hacer propaganda electoral en televisión, se habían inventado la fórmula de hacer videos con el candidato y hacerlo pasar como publicidad institucional del partido. Si la propaganda electoral se definía como la que pedía el voto, pues se omitía esa parte y se promovía al candidato.

En el caso de Vargas no operó el primer freno, el individual. A él no le pareció que ese esguince a la ley fuera indebido y, por el contrario, lo justifica. Hay que hacer campaña durante estos 5 meses, antes del término legal, y si ese es el camino, pues tomémoslo.

Tampoco operó el control social. El entorno del candidato no solo no lo persuadió de evitar el atajo y dar ejemplo de acogimiento a la ley, sino que lo estimuló para aprovechar el vacío legal. Los opinadores amigos del candidato lo aplaudieron y justificaron la conducta: que los partidos ya no representan, que es un candidato muy grande y no cabe en un solo partido, que hay personas de otros partidos que lo quieren apoyar. Lo que sea, estamos acostumbrados a encontrar una justificación para saltarnos la ley o para aprovechar el huequito que nos deje.

Lo de Vargas lo han hecho y lo harán todos. No es un caso excepcional, ni que el candidato sea especialmente “malo”. No. Es la expresión de una “cultura” que nos tiene condenados.

No se cambia, simplemente, cerrando el hueco en la ley; siempre habrá modos de evadirla. No debería ser necesario. Bastaría con aceptar que restringir los tiempos y los gastos de las campañas es bueno para el sistema electoral y los candidatos no deberían estar buscando atajos, como los buscaron cuando se encontraron Zuluaga y Santos, en el pasado, con Odebrecht.

Hay que cambiar la “cultura”, no la ley, pero por ahora serviría nombrar en el Consejo Electoral o en el comité de ética de Cambio Radical a Catalina Serna.

Héctor Riveros Serrato es un abogado bogotano, experto en temas de derecho constitucional, egresado de la Universidad Externado de Colombia, donde ha sido profesor por varios años en diversos temas de derecho público. Es analista político, consultor en áreas de gobernabilidad y gestión pública...