No sé quién tenga la razón. Si el Procurador o Piedad Córdoba. No tengo idea si en la parapolítica están todos los que son y son todos los que están. No podría decir si la Corte Suprema y la Fiscalía hacen bien su trabajo. O si la Contraloría respeta la Constitución. No tengo información suficiente.
No sé quién tenga la razón. Si el Procurador o Piedad Córdoba. No tengo idea si en la parapolítica están todos los que son y son todos los que están. No podría decir si la Corte Suprema y la Fiscalía hacen bien su trabajo. O si la Contraloría respeta la Constitución. No tengo información suficiente.
Lo que si puedo asegurar, sin riesgo a equivocarme, es que los colombianos no creemos en nuestro sistema judicial. No confiamos en ninguna de las instituciones que conforman la tercera rama del poder público y/o sus organismos auxiliares. Sospechamos de todas sus decisiones. Dudamos de su imparcialidad.
Si no me creen, revisen la reacción de la gente cada vez que se conoce una decisión judicial o disciplinaria. Aquí no hay fallo que no sea descalificado, por los afectados, por sus abogados, por otros organismos o poderes. La Justicia colombiana vive bajo sospecha. Y razones no hacen falta.
Un país que ve por televisión a un juez impartir justicia desde un bar cerveza en mano. A otro juez que deja en libertad a delincuentes peligrosos porque “no fueron capturados en horario de oficina”. A una Procuraduría que castiga el martes, por lo mismo que absolvió el lunes no puede creer.
A un país así no se le puede pedir que confíe en su Justicia. El mal ejemplo viene de las más altas jerarquías. Los Magistrados dejaron de hablar a través de sus sentencias, para entrar a competir en protagonismo mediático con los políticos o la farándula. La Procuraduría y la Contraloría encontraron la manera de birlar la prohibición constitucional del control previo y están dedicadas a coadministrar sobre medidas, intervenir licitaciones, cambiar sus reglas e imponer “su criterio” bajo la amenaza de empapelar a quienes no atiendan sus directrices.
Es tal la desconfianza en nuestro aparato judicial, que la gente reconoce a los medios de comunicación como sus nuevos jueces y fiscales. A ellos acude en busca de justicia. Es ante sus reporteros y sus unidades investigativas que denuncia y aporta pruebas. Todos los días se hacen indagatorias en la radio. Se investiga, juzga, absuelve o condena en AM y FM.
El Gobierno, que debería respetarlos, desconoce los fallos judiciales, quizá porque sabe que la Justicia se acostumbró a gobernar a través de la tutela y en la protesta pública encuentra alguna suerte de equilibrio. Las Altas Cortes se desgastan en peleas intestinas, en defender sus burocracias y en canjear fallos por puestos.
Es vergonzoso, Colombia lleva más de año y medio sin Fiscal General y se va a quedar así hasta el año entrante porque unos magistrados de la Corte Suprema de Justicia se van de “comisión al exterior” en una descarada versión de turismo judicial que les impedirá tener el quórum necesario.
La gran reforma que se debe hacer a la Justicia Colombiana no consiste en cerrar el Consejo Superior de la Judicatura, reformar la Tutela o crear la doble instancia para los parlamentarios delincuentes. Consiste en rescatar la credibilidad y la confianza del pueblo. Todo lo demás resulta un paño de agua tibia mientras sigamos tendiendo una Justicia bajo sospecha.