Debo insistir, por convicción profunda, en el carácter central del parlamento en la democracia liberal. No otra forma de gobierno garantiza que los intereses de todos los sectores de la sociedad gocen de voz y puedan participar en las decisiones colectivas; y que si bien las mayorías tienen derecho a gobernar, los derechos de las minorías son cabalmente respetados.

Debo insistir, por convicción profunda, en el carácter central del parlamento en la democracia liberal. No otra forma de gobierno garantiza que los intereses de todos los sectores de la sociedad gocen de voz y puedan participar en las decisiones colectivas; y que si bien las mayorías tienen derecho a gobernar, los derechos de las minorías son cabalmente respetados.

La democracia no liberal -que también existe- los ignora. Desde su perspectiva tener congresos pluralistas, a los que concurren también los “enemigos del pueblo”, es un obstáculo para el desarrollo de la misión transformadora de la sociedad que un líder visionario adelanta. Mejor, entonces, que ellos no existen, y si existen que sean dóciles al proyecto político que se adelanta. De este modo, a la formalidad democrática se superpone un estado totalitario en el cual unas mayorías, reales o manipuladas, se imponen sobre la sociedad en su conjunto.

Un caso paradigmático de conversión de una democracia liberal en un estado totalitario se dio en Alemania en 1933. La Constitución de Weimar, la cual durante todo el horripilante periodo de predominio nazi mantuvo su vigencia nominal, estipulaba que para investir al gobierno de plenos poderes -facultades extraordinarias diríamos nosotros- se requerían 2/3 de los votos de los parlamentarios asistentes. Para lograrlos Hitler acudió a un procedimiento sencillo y eficaz: apresar a los diputados socialistas y comunistas para impedirles votar. Otro ejemplo de captura desde adentro de la institucionalidad democrática lo aporta un país del vecindario en el que se han modificado las normas relativas a la elección de los parlamentarios con el fin de minimizar el peso de la oposición.

En todo caso, si el órgano de representación popular no funciona bien y carece de legitimidad popular, los riesgos de que la democracia representativa o liberal sucumba, por falta de respaldo ciudadano, son elevadas. Tal es la alarmante realidad de Colombia como lo demuestran las encuestas de opinión.

En la pasada columna propuse una idea elemental para devolver prestigio y respetabilidad al Congreso: profesionalizar e independizar su administración, liberando de esta tarea, que hacen mal, a las mesas directivas de cada cámara. En esta quiero plantear otras iniciativas que apuntan hacia el mismo objetivo.

Continuando una larga tradición constitucional, la Carta del 91 mantuvo el sistema bicameral. Este sistema tiene sentido si las funciones de las cámaras, de un lado, o su origen, de otro, son diferentes. Por el contrario, si se parecen como una gota de agua a la otra, su dualidad agrega muy poco o ningún valor.

En relación con lo primero, recordemos que si bien la Constitución establece que ciertas leyes deban deber origen en una cámara, o que una sola de ellas participe en determinadas elecciones, no hay diferencias fundamentales. Ambas participan, en pie de igualdad, en el proceso legislativo y en la realización de los debates políticos al gobierno, que son las funciones esenciales de la institución.

Por lo que refiere al origen, 20 años atrás se dispuso, siguiendo en este punto la tradición colombiana, que los miembros de la Cámara de Representantes serian escogidos en circunscripciones departamentales, mientras que la elección de senadores sería nacional.

Esta idea innovadora, aunque bien concebida, no funcionó. En el mundo real los senadores obtienen el grueso de sus votos en el departamento del que son originarios; y, como es natural, actúan en función de las conveniencias de sus regiones. Los intereses nacionales tienen ahora, como sucedía antes del 91, un peso reducido en el Congreso. De allí que la única institución que de manera sistemática vele por ellos sea el gobierno. Es normal que así acontezca: el Presidente es elegido por la mayoría de los ciudadanos, no importa el lugar de su residencia.

Para introducir un grado mayor de diferenciación entre las cámaras convendría explorar la idea de que una porción minoritaria del Senado, quizás no más del 10% de sus integrantes, fuera elegido a través de mecanismos distintos al voto popular. Se trataría de darle representación parlamentaria a sectores académicos, culturales, sindicales, empresariales y ambientales, entre otros, que no logran acceder al parlamento por el canal político ordinario. Cabe pensar que como su origen sería distinto al de los políticos, diferente su formación y otra su sensibilidad sobre los problemas del país, sus aportes enriquecerían los debates.

Para elegirlos menciono una entre muchas fórmulas posibles: un colegio electoral, integrado por los ex presidentes de la República, designaría, dentro de ciertos criterios, sus miembros iniciales; luego ellos mismos nombrarían sus sucesores. Los periodos serían vitalicios o de duración prolongada.

La oposición a esta propuesta se basa en un argumento elemental: no puede fortalecerse la democracia introduciendo factores no democráticos. Replico diciendo que nadie duda de que Inglaterra es, quizás, la democracia que más se acerca al ideal. Sin embargo, su Cámara de los Lores está integrada por personas nombradas por la Corona en función de sus calidades personales y sus contribuciones en distintos campos. Sus integrantes no votan, es verdad, pero, por encargo de los Comunes, estudian los prospectos de legislación en temas tan trascendentales como salud, pensiones y educación. Sus recomendaciones suelen ser acogidas.

Otro precedente importante lo aporta Italia. Su presidente puede nombrar senadores vitalicios “a cinco ciudadanos que hayan enaltecido la Patria con sus extraordinarios méritos en el campo social, científico, artístico y literario” .

Hay que resolver, de otro lado, el problema de la poca visibilidad del Congreso que deriva de que el número de sus integrantes -102 en el Senado, más de 260 en la Cámara- es excesivo. Si fueran menos, podríamos seguir con algún cuidado sus actividades y evitaríamos que se escondan, a veces con fines turbios, en el anonimato.

Para reforzar la propuesta de achicar el Congreso debe tenerse en cuenta que en una de las recientes reformas políticas se dispuso que los congresistas deben votar como lo disponga su respectiva bancada. De este modo, lo que importa es la participación relativa de cada partido o movimiento en la correspondiente corporación, no el número absoluto de sus integrantes. Si este se reduce, digamos, en un 25%, nada malo pasa y puede que sí mucho bueno.

Tal vez haya alternativas mejores que estas, pero algo hay que hacer para fortalecer la estimación popular por una institución crucial para la democracia y, por ende, para la preservación de las libertades de cada uno de nosotros.