Si la década de plomo de 1995 a 2005 dejó una enseñanza a los colombianos, ésta fue que la seguridad no es una política pública más. Más allá de los tópicos, el orden es la condición ineludible para la democracia y la prosperidad. Sin la protección del Estado, no hay derechos. La vida queda sometida al dictado del más fuerte que arrebata vidas y propiedades a su antojo. En medio de la anarquía, los más débiles y los más pobres siempre pierden.  Para los escépticos, se recomienda una mirada a Somalia o el Congo.

La otra particularidad de la Política de Seguridad es que sus posibilidades de tener éxito dependen en gran medida de un amplio apoyo ciudadano y un sólido consenso de la clase política. Solamente así, una estrategia para combatir al terrorismo puede sostenerse en el tiempo hasta alcanzar el éxito. De hecho, el arma secreta de las democracias para derrotar a los violentos siempre ha sido el consenso. Tal fue el caso en la lucha contra las Brigadas Rojas en Italia durante los años 80 y en el combate contra el IRA en el Reino Unido durante los 90.

Sin embargo, a la vista de cómo está evolucionando el debate sobre la seguridad en el país, parece que ciertos sectores de la clase política han olvidado la lección que tanta sangre costo aprender. Cada vez que los terroristas asesinan y destruyen, algunos dedican más tiempo a criticar al gobierno que a condenar la violencia y respaldar a quienes están al frente de la seguridad. Los atentados se presentan como prueba de debilidad del ejecutivo o ineptitud de la Fuerza Pública  y no como ejemplo de la naturaleza imprevisible de la guerra y lo taimado del enemigo. Al final, se termina en el perfecto absurdo de que la presión política no recae sobre los terroristas sino sobre el Ministerio de Defensa y la cúpula militar.

El episodio del secuestro del periodista francés, Roméo Langlois, por las FARC es una muestra perfecta del uso y abuso de los problemas de seguridad con fines políticos. Después de oír a algunos, parece que la responsabilidad de los 4 soldados asesinados y el rapto fuese más del Ministerio de Defensa que de los terroristas. Esta vez, los expertos habituales señalan al supuesto error de haber permitido a un periodista acompañar a las tropas.

Lo cierto es que quienes critican la decisión de permitir la presencia de periodistas al lado de los soldados deberían repasar algo de historia para comprobar que eso ha sido costumbre desde la Segunda Guerra Mundial hasta Iraq o Afganistán. De lo contrario, sería imposible que Robert Capa hubiese tomado las fotos del desembarco de Normandía que le hicieron famoso o Bernard B. Fall hubiese escrito los brillantes análisis que contribuyeron a que el gran público pudiese entender las guerras de Indochina.

Permitir el acceso de la prensa a las zonas de operaciones es parte de un ejercicio para explicar a la opinión pública el verdadero rostro de la política de seguridad, sus avances y sus dificultades. Se trata de un ejercicio de transparencia propio de las democracias. Pero todo esto no importa porque muchas de las críticas a la presencia del periodista francés no buscan abrir un debate sesudo sobre el delicado equilibrio entre periodismo y seguridad sino sencillamente desgastar al gobierno. Por eso no sería de extrañar que algunos de los que hoy deploran la presencia de los comunicadores con las tropas, mañana se unan al coro que denuncie la falta de claridad sobre cómo se está combatiendo a la guerrilla.

La ausencia de consenso ha sido una de las dolencias crónicas de la política de seguridad del país. Una falla que explica los bandazos del Estado en sus esfuerzos para proteger a los ciudadanos y buena parte de las dificultades para derrotar a los grupos armados ilegales. En este sentido, vale la pena recordar las repetidas peticiones de respaldo a la lucha antiterrorista que en su momento realizó la administración Uribe.  Un apoyo que con frecuencia no tuvo la contundencia que hubiese sido deseable.

La gran paradoja es que muchos de los que reclamaron consenso para respaldar la Política de Seguridad Democrática del anterior gobierno, hoy encabezan entusiastas las críticas demoledoras cada vez que los terroristas aciertan un golpe. Lo cierto es que estaban acertados entonces y están profundamente equivocados hoy.

De cara al futuro, el consenso sobre la estrategia de seguridad promete hacerse más necesario y su ausencia más costosa. Las FARC van a combinar el terrorismo y la propaganda para tratar de dar una imagen de fortaleza, desgastar el gobierno y manipular el escenario político a su favor.  En este contexto, la construcción de un frente unido de fuerzas democráticas será clave para conducir al fracaso la estrategia de los terroristas.

Ante estas perspectivas, la formación de un consenso sobre política antiterrorista podría pasar por los siguientes puntos:

  • * Creación de una Mesa de Concertación sobre Política Antiterrorista que reúna a todas las fuerzas políticas que se manifiesten en contra del uso de la violencia con fines políticos y estén de acuerdo con el carácter terrorista de las FARC y los otros grupos armados ilegales.
  • * Compromiso del gobierno de informar y debatir de forma periódica la marcha de la Política de Antiterrorista con los líderes de los grupos políticos que formen parte de la Mesa de Concertación.
  • * Acuerdo de los grupos integrantes de la Mesa de Concertación para evitar las críticas públicas a la política antiterrorista y presentar sus desacuerdos en el seno del mencionado foro.
  • * Acuerdo para tramitar con carácter urgente en el Congreso un paquete de legislación que incluiría el endurecimiento de las penas por delitos asociados al terrorismo, el fortalecimiento de las capacidades de inteligencia e investigación criminal de la Fuerza Pública, la aprobación del Fuero Militar de acuerdo al proyecto presentado por el Ministerio de Defensa, etc.
  • * Acuerdo de mínimos sobre las condiciones exigibles a los grupos terroristas para que se considere la posibilidad de abrir un proceso de diálogo para su desmovilización y los temas que quedarán excluidos de cualquier posible negociación.

Algunos pueden ver en esta propuesta una forma de limitar el debate sobre la situación de orden público. Lo cierto es que un buen número de temas de seguridad no serían cubiertos por este acuerdo político y quedarían perfectamente abiertos al debate público. Tal sería el caso, por ejemplo, de la criminalidad urbana o la política de personal de las Fuerzas Militares.

La idea no es negar el debate y las discrepancias que separan a gobierno y oposición en una cuestión clave como la lucha contra los grupos armados ilegales sino más bien llevar la discusión a un foro discreto donde los desacuerdos no puedan ser rentabilizados por los terroristas. En última instancia, se trata de enfatizar lo que une a los demócratas con independencia de su color político: un rechazo frontal a los violentos.