Las FARC condicionan la liberación de Rómeo Langlois a un “amplio debate nacional e internacional sobre la libertad de informar” y, como era de esperarse, todo nos indignamos: los periodistas (con el adjetivo incesante de Darío Arizmendi ), las organizaciones de libertad de prensa y nosotros, los ciudadanos. Cada cual compite por el calificativo más duro contra esa guerrilla y, después de decirlo, cada cual se siente mejor.
El comunicado de las FARC es cínico e ingenuo. Es una caricatura. Teniendo a un periodista secuestrado, se quejan de que el gobierno les bloquea la página de Internet y les destruye sus emisoras clandestinas. Además, reclaman un cubrimiento más justo de los medios de comunicación. El colmo, claro. Si interpretamos todo esto a la luz de la estrategia oficial, la queja de la guerrilla es un parte de victoria para el Ejército. Está ganando la guerra de la información. ¿Pero qué estamos ganando nosotros?
A mí me indigna lo que hacen las FARC tanto como lo que hacen los paramilitares en Córdoba (sí, paramilitares). Pero ese sentimiento no excluye mi deseo de entender qué es lo que está pasando con ellos. Y a punta de declaraciones coléricas de los periodistas y descalificaciones –justificadas, sí– de los editoriales (lean las de El Tiempo y El Espectador de hoy), no voy a entender nada. O voy a entender siempre lo mismo: que ellos son el enemigo. Punto.
Hoy en día a la guerrilla la cubre el periodismo de indignación. Todo el episodio del periodista francés sirve de ejemplo. El tema del día de las emisoras es la propuesta de las FARC. Salvo alguna voces aisladas disidentes, el resultado de ese enfoque es predecible: la guerrilla es asesina, secuestradora, ladrona. La respuesta de los directores de medios es similar: las FARC no van a venir a decirnos cómo hacer periodismo. Ni más faltaba. Se apagan los micrófonos y esa es toda la información que nos queda.
Alguien decía hace poco en un foro que el legado que nos dejó el gobierno de Álvaro Uribe es, sobre todo, mental. Estoy de acuerdo. Ahora vemos la realidad en un televisor a blanco y negro. En el caso de la guerrilla, aprendimos a autocensurarnos y a repetir el libreto oficial de la lucha terrorista hasta el punto de que nos vigilamos a nosotros mismos –la privatización de la censura de la que habla Coetzee– y sospechamos del que abandona el redil.
El propio ex presidente nos dio una muestra de su doctrina (como si hiciera falta) al descalificar a Rómeo Langlois (). Se trata de una oveja negra del periodismo, como lo son para él Hollman Morris, Daniel Coronell e incluso, en algún momento, la revista Semana. ¿Por qué dice que desconfía del corresponsal francés? No hace falta elucubrar sobre las intenciones de un periodista; basta con mirar su trabajo. En el documental que tradujo La Silla Vacía (el video ya no está disponible, vea la actualización abajo) hay una respuesta: se trata de una investigación sobre el oro en Colombia. Específicamente, un sindicato minero acusa al gobierno del entonces presidente Álvaro Uribe de haberle quitado una mina para entregársela a la empresa canadiense Grand Colombia Gold (la cual después entró a presidir la ex ministra María Consuelo Araújo).
En el documental, Langlois busca a Uribe para conocer su versión del tema. Lo aborda en una plaza pública en medio de una multitud, y a medida que éste escucha la pregunta se le va borrando la sonrisa de la cara. Al final da media vuelta y se va (vean el minuto 5 del video). Una variedad del “Otra pregunta, amigo”.
El documental de Langlois no es un expediente contra Uribe, sino un viaje en primera fila al mundo de la minería. La legal, que se hace con la protección celosa de la Policía y el Ejército, y la ilegal, que se impone en la realidad del desempleo y la pobreza, y que sobrevive en varias zonas gracias y a pesar del chantaje de los paramilitares y la guerrilla. Una minería que no se parece a la confianza inversionista de Uribe ni a la locomotora de Santos. Una minería que se parece más a la realidad colombiana.
No conozco al periodista francés, pero estoy seguro de que buscaba una historia similar cuando cayó en manos de la guerrilla; iba tras una foto de nuestro conflicto (sí, conflicto). Langlois quería mostarnos esa parte de la realidad que existe, aunque neguemos, y que el periodismo de indignación no permite contar.
Actualización, 10 de mayo de 2012. La versión que tradujo La Silla Vacía del documental de Langlois ya no está disponible en YouTube. Acá pueden verlo por capítulos. Así funciona el proceso: el dueño de los derechos de autor –el canal francés en este caso– envía una solicitud a YouTube para que retire el contenido. Allí solo debe acreditar de manera general la titularidad de los derechos de autor y afirmar que existe un uso violatorio. En seguida, para salvaguardar su responsabilidad bajo la ley gringa, YouTube remueve el contenido. Solo hasta entonces el afectado –en este caso La Silla Vacía– puede iniciar un contrarreclamo diciendo que su uso del contenido es permitido. Su solicitud se resuelve en 15 días mínimo. Así funcionan los incentivos del mecanismo: fácil para el que acusa, difícil para el que se defiende.
No tengo duda de que un documental como éstos debe estar protegido contra la piratería. Sin embargo, en este caso La Silla Vacía no pudo contactar a nadie para que autorizara el uso y, de haber esperado respuesta durante más tiempo, se habría perdido la coyuntura de la noticia.
Existen maneras más razonables de usar estos contenidos mientras se protege la creación. Por ejemplo, permitir un uso más corto del video (una versión editada); redirigir el tráfio de La Silla Vacía hacia la página del canal francés; cobrarle a La Silla Vacía por el ‘alquiler’ de éste o, simplemente, dejarlo abierto. Si en principio los colombianos no pueden acceder a este contenido (que está dirigido a la audiencia francesa), ¿qué daño representa que un público externo lo consuma durante un tiempo?