La crisis de la democracia representativa explica el auge de nuevos mecanismos para la solución de los conflictos que son inherentes a cualquier sociedad, especialmente aquellas que viven dinámicas de cambio acelerado. Uno de ellos, poderoso, y, por lo tanto, fuente de graves peligros, es el referendo que permite someter reformas importantes a la decisión directa de los ciudadanos. En 1957 usamos un mecanismo de este tipo para recuperar el orden constitucional que se había roto con el golpe de Estado de 1953, y crear las instituciones del Frente Nacional. El carácter excepcional de las circunstancias justificaban la apelación directa al Pueblo, no para elegir los gobernantes, que es lo usual, sino para que este se pronunciara directamente sobre políticas de hondo calado. La creación de algunos elementos centrales de la Union Europea, tales como la adopción de la moneda única, que por estos días pasa por una prueba de fuego, se realizó, en varios de los países de la Unión, por la vía del referendo.
En 1991, por primera vez en nuestra rica historia constitucional, se incorporó el referendo como parte del repertorio de instituciones propias de la llamada “democracia de participación”. El desarrollo legal pertinente busca modular la fuerza inherente a la institución para prevenir su uso demagógico. Esta por verse si logra salvarnos de la cascada de malas aunque populares iniciativas que viene en camino. A pesar de sus bondades, los referendos, hay que decirlo con claridad, no permiten ninguna forma de deliberación colectiva. Implican la precedencia ilimitada de unas mayorías con frecuencia manipuladas; y la simplificación de temas de interés público, que pueden ser complejos, en la confrontación binaria entre el sí y el no.
Con frecuencia las mejoras soluciones son las construidas en ejercicios dialécticos que, con frecuencia, conducen a un justo medio; no las que emanan de la imposición de las mayorías. Durante el siglo XX y en lo corrido de este, una y otra vez hemos visto la utilización de los comicios populares, en general, y de los referendos, en particular, para debilitar los mecanismos de representación democrática y consolidar la tiranía de mayorías puramente nominales. Apenas es necesario recordar que los movimientos fascistas llegaron al poder en los años treinta del pasado siglo por medios electorales, y que los partidos comunistas que gobernaron durante la era soviética escondían púdicamente su naturaleza dictatorial mediante la celebración de elecciones en las que triunfaban con monótona regularidad.
En nuestro vecindario cercano hemos visto la consolidación de gobiernos cuyas credenciales democráticas serían impecables si sólo atendiéramos a la regularidad de los procesos electorales y la corrección de los escrutinios. Pero que no lo son como consecuencia de la intimidación o cooptación de las fuerzas políticas disidentes. La proliferación de referendos en California ha tenido consecuencias devastadoras en la gobernabilidad y en la calidad del sistema político. Durante la pasada década se votaron 74 referendos, los cuales, en su mayor parte, se realizaron para crear rentas de destinación específica en favor de sectores particulares, tales como los maestros, alineados en la izquierda, y los guardias de prisiones, en el bando opuesto. Ambos grupos radicales han logrado hacer prevalecer sus intereses frente a los generales de la sociedad. La recurrencia de estos referendos, que requieren, como también aquí está dispuesto, el respaldo de un cierto número de firmas, ha hecho posible, con la eficiencia que caracteriza a los estadounidenses, la profesionalización del trámite.
De este modo, cualquier grupo de interés que tenga el dinero suficiente para financiar la recolección de firmas, puede poner en frente del electorado una propuesta de referendo con altas probabilidades de éxito. La irracionalidad de este esquema de decisión se demuestra teniendo en cuenta que se han votado, en forma simultánea, referendos contradictorios; y ello a pesar de los elevados niveles de educación de ese Estado de la Union Americana. Por lo que a Colombia refiere, hay que destacar la importancia del fallo de la Corte Constitucional que logró evitar, cuando todos los demás mecanismos institucionales de contención habían fallado, que se sometiera al veredicto de las urnas un conato de reelección presidencial que probablemente habría tenido éxito apalancado en los recursos económicos y comunicacionales del Estado puestos al servicio del gobernante en ejercicio. Ese resultado, en un sentido, habría sido democrático por derivar del voto popular. Pero en otro habría implicado un deterioro gravísimo del sistema de gobierno limitado y de la democracia representativa.
En estos días el riesgo de nuevos referendos para sacar adelante iniciativas que no resistirían un examen crítico, es inminente. Si el Congreso de Colombia cede ante la intimidación que significa el enorme volumen de firmas que se han recogido en respaldo a la propuesta de cadena perpetua a los violadores de niños –que es un crimen horrendo- los ciudadanos tendremos que votar sí o no. No cabrían opciones intermedias, así fueran más eficaces para combatir esas conductas criminales; como tampoco sería fácil asumir los riesgos de oponerse a una propuesta popular pero que los estamentos pensantes del país rechazan con sólidos argumentos.
En el corto plazo pueden avanzar otros proyectos de referendo que están en sus etapas iniciales. Desde una orilla del espectro ideológico se apresta un referendo para la prohibición absoluta del aborto “pues la vida es sagrada y comienza al momento de la fecundación del ovulo”. Desde la otra, se habla de un referendo para que el acceso al agua potable, por ser un derecho fundamental, sea gratuito. En realidad, promover por la vía electoral políticas populistas es tarea sencilla. Imaginemos un referendo encaminado a que se congelen los precios de los bienes de consumo y se dupliquen los salarios. Aún entre un pueblo de ángeles las posibilidades de éxito de una iniciativa de esta naturaleza serían elevadas.