Reconozco con gratitud el amplio diálogo entre los lectores suscitado por mi columna anterior a propósito de la reforma a la educación superior propuesta por el gobierno. Leer los comentarios me ha enriquecido y me permite regresar al debate sobre el futuro de la educación superior con mejores elementos de juicio.
Reconozco con gratitud el amplio diálogo entre los lectores suscitado por mi columna anterior a propósito de la reforma a la educación superior propuesta por el gobierno. Leer los comentarios me ha enriquecido y me permite regresar al debate sobre el futuro de la educación superior con mejores elementos de juicio.
La educación superior es un derecho fundamental. Hace parte de las garantías mínimas que la sociedad debe a todos reconocer, así ello tenga que ocurrir de manera paulatina en la medida en que la masa de recursos económicos disponibles aumenta. Lo es porque la educación, al igual que la salud, es plataforma indispensable para que podamos tener vidas productivas y enriquecedoras.
Igualmente, porque el acceso a la educación, primero, y, luego, su calidad, son factores determinantes de la equidad en la distribución del ingreso y la riqueza. De hecho, la recompensa salarial que el mercado reconoce a los mejor educados, especialmente en economías abiertas a la competencia internacional y a la absorción de nuevas tecnologías, está incrementando la brecha en muchos países; el nuestro, por ejemplo.
En contra de lo que algunos de los participantes en este debate creen, me parece que no pueden ignorarse las restricciones presupuestales. Hacerlo implicaría tomar el riesgo de trastornos sociales graves derivados de la gestión improvidente de las finanzas estatales como los que padecen Grecia, Irlanda y Portugal. Por eso considero que está bien, como lo discute el Congreso, que se establezca que la estabilidad financiera del Estado es un derecho fundamental y que, para asegurarla, se requieran reglas obligatorias de prudencia fiscal.
Es verdad que la cobertura bruta de la educación superior apenas excede del 30% de la población y que alrededor de 3.5 millones de jóvenes que buscaron acceso a la educación superior en la última década no lograron conseguir cupo. Hay, pues, que hacer un esfuerzo sustantivo por aumentar los recursos, que es lo que el Gobierno plantea en su propuesta.
Lo hace a través de varios mecanismos encaminados a apoyar la educación superior de la manera que ha sido tradicional, es decir, del lado de la oferta. Entre ellos cabe mencionar: el aumento de las transferencias presupuestales a las universidades públicas en términos reales en función del crecimiento del PIB (y, por tanto, de los recursos fiscales); de aportes no recurrentes para financiar programas de mejora de la calidad en las entidades educativas estatales; y de la utilización de una porción de las regalías, cuyo dinamismo en la actualidad y en el futuro es y será elevado, para programas de desarrollo tecnológico en las regiones.
Es legítimo discutir si estos compromisos son suficientes -que probablemente no lo son- o si es posible realizar un aporte mayor, habida cuenta, como digo, de la necesidad de cuidar el balance fiscal, y atender las crecientes demandas de recursos que plantea, para no ir más lejos, la ley de víctimas y la universalizaron de la salud.
El gobierno, que es consciente de que los réditos de la educación superior son apropiables individualmente por quienes la reciben, plantea en su iniciativa mecanismos para proveer, vía créditos y subsidios, apoyos del lado de la demanda. Infortunadamente, en mi opinión, no asume compromisos específicos, de modo tal que la propuesta puede quedarse en letra muerta. Dotar a los usuarios de recursos financieros suficientes para que puedan elegir el establecimiento educativo que mejor les parezca, es un expediente eficaz para aumentar la competencia, y, por esa vía, la calidad.
Justamente aquí aparece otro tema de disenso. La mayor competencia en el mercado va a significar -es el argumento- un deterioro de la calidad. Para sustentarlo se anota que la presión por obtener una rentabilidad alta se traducirá en reducciones de costos y en la estandarización por lo bajo del servicio educativo. Creo que esta forma de razonar es contraevidente. Aun en el caso de productos o servicios complejos de evaluar por compradores y usuarios, tales como computadores y transporte aéreo, lo que de ordinario sucede es que la competencia incide positivamente en el precio y la calidad.
Desde luego, la afirmación anterior debe ser matizada. La toma de decisiones informadas por los usuarios depende de que el Estado se ocupe de la producción de indicadores de calidad adecuados, y de que los resultados de esos ejercicios se divulguen con periodicidad y de manera profusa.
Para buena parte de quienes critican la propuesta gubernamental resulta funesto que se abra la posibilidad de que haya entidades de educación superior con ánimo de lucro. Desde el punto de vista teórico no veo el problema. Hoy no se discute, y la Constitución Política lo permite, que la prestación de servicios públicos -la educación superior lo es- puede generar utilidades para quien la provee; es decir, que ella puede ser tanto un servicio público como un negocio. Es lo que sucede, por ejemplo, con bienes meritorios socialmente como la provisión de agua potable, la recolección de basuras o el suministro de energía eléctrica.
Desde una perspectiva práctica hay que anotar tres cosas: 1) Que la posibilidad de empresas lucrativas de educación superior no es probable que se presente en la universitaria; la exigencia de que en esta categoría los entes prestatarios deban acreditar- como con razón se estipula- la existencia de programas doctorales y la realización de actividades de investigación, restringe la eventual competencia de estos nuevos actores a la formación técnica y tecnológica. 2) Que, de facto, esa competencia ya existe de manera escondida (y probablemente tolerada por las autoridades).
3) Y que queramos o no -y yo particularmente lo quiero- el desarrollo de la informática está incrementando la oferta de programas educativos no presenciales de calidad y bajo costo en ciertas disciplinas (desde luego, no habrá médicos pero sí contadores formados a distancia). O sea que es mejor reconocer la realidad, para regularla, que, como el avestruz, esconder la cabeza.
Ahora mis glosas. La iniciativa insiste en la calidad de los entes prestatarios de la educación superior pero no propone mecanismos claros para evaluarla. Este es un aspecto crucial que no puede soslayarse. En mi opinión, los mecanismos eficaces serían dos: las pruebas de Estado a las que deben someterse los graduandos; y los índices de empleabilidad después de culminados los estudios. Toca plantearlos con sinceridad en los espacios de concertación que el gobierno ha abierto e incluirlos en la Ley. De lo contrario, podemos terminar con una retórica de apoyo a la calidad que se queda en las nebulosas.