El catolicismo ocupó las mejores mentes de Europa durante siglos, y condensa en muchas de sus doctrinas las preguntas esenciales del ser humano. Una en particular quizá, que es la pregunta por el sentido del sufrimiento, propio y ajeno, particularmente acuciante para quienes creen en un Dios misericorde y todo poderoso. Leibniz la llama la pregunta por la teodicea- que se puede resumir como, por qué el Dios que-es-amor permite el mal.

Yo prefiero la formulación que precisamente hizo Jesús en Viernes Santo, olvidando ante el peso de la cruz quién era, y diciendo como dicen millones en este continente todos los días: “Padre, Padre, por qué me has abandonado…”

En los años setenta cientos, sino miles, de monjas y sacerdotes latinoamericanos, quebrados por la cruz del sufrimiento ajeno, se hicieron la misma pregunta. Y ante la pobreza inmisericorde formularon una respuesta potente en la teología de la liberación: el sentido del sufrimiento ajeno exigía por lo menos que ellos, como Jesús, tomaran en lugar del otro, sufrieran con ellos, pero al mismo tiempo les ayudaran a superar las circunstancias, tan terrenas, de la injusticia que destrozaba sus vidas.

A finales de la misma década, Pablo VI les hizo una advertencia que a mediados de los 80 Joseph Ratzinger, como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la articularía como amenaza con mejor precisión: la teología de la liberación es un grave error teológico, y no sólo porque hubiera curas guerrilleros. El sufrimiento viene del pecado, la liberación es la salvación eterna. Y si la caridad nos mueve a ayudar (“Deus caritas est” fue su primera encíclica) no nos puede llevar a confundir el fin de toda acción, que es la salvación propia y ajena.  El sufrimiento de esta vida es pasajero, y el fin del cristianismo es hacer verdad la promesa de salvación de Jesús, no cargando la cruz ajena en este mundo, sino siendo libres de pecado en el que viene. Es decir, después de muertos. Y mientras tanto, a besar anillos.

Esto explica lo que parece ser la indiferencia de la Iglesia dirigida ahora por Ratzinger hacia el sufrimiento humano, y su convencimiento que las únicas causas morales por las que vale la pena aleccionar a los fieles a que desobedezcan la ley son las que tienen que ver con el comportamiento sexual. El inmenso poder político de la Iglesia se dirige entonces a impedir el matrimonio homosexual, la interrupción del embarazo y el uso de células madre, dando por perdidas otras causas igual de importantes como son acabar con el divorcio, la fertilización in vitro, el uso del condón y otros anticonceptivos promovidos por la nefasta “ideología de género” (el feminismo.)

Y mientras tanto los que sufren en este mundo, con el agua al cuello, que se alegren por la buena nueva: bienaventurados los pobres que serán felices después de muertos. Si se portan muy bien, por supuesto.

¡Qué Iglesia la de Ratzinger! Afortunadamente para ella aún hay religiosas y religiosos que nos dicen “ni el Papa mismo me podrá hacer pecar.” Y ahí están, llevando niñitas violadas a abortar a escondidas de la Iglesia. O diciéndoles a las que llegan  aterradas a confesar un aborto que recen tres padrenuestros y ya…