Hay cosas que no deben ser sometidas a voto popular directo, el tipo de voto que toma decisiones sustantivas más allá de elegir representantes. Casi nadie se opondría a la acotación del voto directo: todos tenemos una lista personal de temas en los cuales la voluntad de la mayoría debe ser inocua. Dos ejemplos fáciles: la toma de decisiones en el campo de batalla. El derecho de las minorías religiosas a profesar su fe. Para todos es claro lo inútil de someter a voto popular el primer caso, y lo perverso de someter a voto popular el segundo. Veamos.
La democracia es probablemente el mejor sistema de gobierno, o por lo menos el que mejor previene los errores más grotescos del poder absoluto de unos pocos. Pero no es de lejos un sistema perfecto, y a veces ni siquiera parece un buen sistema, salvo en comparación con las demás formas de gobierno. Y no lo digo solo por la lección histórica del apoyo popular a líderes que son un azote de sus propios pueblos, o de vastos sectores de los mismos, como los gobiernos fascistas que en Europa fueran elegidos de forma popular. Lo digo porque el voto popular tiene en sí mismo dos problemas de raíz: el primero de información, y el segundo de caridad.
El problema de información se discute poco, pero es evidente. Todos somos expertos en ciertas cosas, y la experticia requiere conocimiento teórico y práctico de nuestro oficio. Ese manejo de la información necesaria se construye con dificultad y es a menudo difícil de explicar, mucho menos en 140 caracteres. El ejemplo dado, de las decisiones en la guerra, es apenas uno de ellos, pero hay muchos otros casos en que como democracia y con razón hemos sacado ciertas decisiones de la mano del voto popular, incluso del voto representativo. El manejo estable de la inflación, por ejemplo, está seguramente atado a la independencia de los políticos que tiene el Banco de la República. ¿Quién en su sano juicio quisiera ver al Senado o al mismo pueblo decidiendo las tasas de interés y los sutiles manejos de la política monetaria?
El voto por decisiones directas, y no eligiendo representantes ojalá calificados, es aún más problemático cuando hay falta de información. En el voto directo, como en otros mecanismos de participación, tiene sentido que nos pregunten sobre cosas que sabemos. Y los ciudadanos de a pie sabemos muchas cosas, sobretodo tenemos un rico conocimiento local que supera a menudo el de los expertos. Por ejemplo: cuando llueve, ¿por qué lado se desborda el río? ¿Qué cultivos se dan aquí y cuáles son riesgosos? ¿Por qué es que se arma el trancón en su barrio? ¿Cuáles son los problemas de la cafetería del colegio de sus hijos? La toma de estas y múltiples decisiones del nivel local sin la consulta de las personas que viven allí ha llevado una y otra vez a las consecuencias negativas anticipadas por las personas del común cuando ven a las autoridades emprender obras absurdas: la carretera que pasa por el bajo que se inunda todos los años, el cambio de dirección de una vía bloqueando la salida del barrio, la renovación del contrato del mismo proveedor de la cafetería que ha creado tantos problemas sanitarios en el pasado.
Pero no somos expertos en lo que desconocemos, y de allí el delicado equilibrio necesario para la consulta de la voluntad popular de forma directa.
Somos expertos, y este es un problema aún mayor que la falta de información, en nuestras preferencias. Estas preferencias sin embargo, no siempre surgen del conocimiento práctico: muchas veces surgen de prejuicios, malos razonamientos y de la información deficiente que nos dan los que nos rodean, a menudo en 140 caracteres. Esta información puede incluir antiguas verdades, pero también, como se ha visto, permite muchas, muchas mentiras. Y como seres humanos tenemos la tendencia a creerle a los demás, e incluso los que se creen los más suspicaces caen una y otra vez en las trampas y mentiras de sus semejantes.
Una reflexión honesta nos lleva a concluir que tomamos decisiones basados en mentiras que nos manipulan todo el tiempo. La mayor parte son inofensivas, o relativamente inofensivas: que una bebida azucarada no hace daño, y en cambio da la felicidad, por ejemplo. Otras mentiras que creímos son nefastas y descubrimos con el frío y las nauseas que nos recorren todo el cuerpo, como descubrir que la persona amada sí tenía a alguien más por mucho que la negara, que el producto comprado con grandes sacrificios era una deliberada estafa, que la hija en realidad no estaba haciendo las tareas donde una amiga. Y así como en la vida nos engañan, en las urnas también votamos, engañados, y estos engaños le dan forma a nuestras preferencias.
Un segundo problema del voto popular directo, además de la falta de información veraz, votamos a menudo convencidos de preferencias que tienen sus raíces en la falta de caridad. El otro, ese extraño, no se merece lo que se merecen los cercanos. Reproducimos inconscientes los antiguos odios de nuestros clanes. La rabia y el desprecio, el resentimiento, corren rápido y hacen hervir el voto y gozar la satisfacción de finalmente expresar la frustración embotellada, el deseo incontrolado que el mundo sea como uno quiera, y que los demás se atengan.
Y el odio es fácil de despertar, y difícil de volver a dormir. Ya lo decía una pancarta en las protestas contra Gina, inflada con mentiras sobre las famosas cartillas: prefiero un hijo muerto que marica. A eso es a lo que la senadora Vivian nos está llamando a votar, a eso le apuesta: a despertar los odios atávicos a la diferencia, y erradicar de una vez por todas la posibilidad de que los homosexuales puedan adoptar. Que voten todos, que voten desde su ignorancia del proceso de adopción, porque, quién necesita técnicos para decidir sobre la vida de los niños abandonados por sus padres. No, que vote toda la gente que quiera votar, que voten sin saber quiénes son los niños y quiénes los posibles adoptantes, que voten en masa para que el mundo sepa que sí, que en Colombia primero un hijo muerto que marica, y si están dispuestos a matar sus propios hijos por eso, qué no le harán al hijo ajeno.
Insisto hay decisiones que no deben pasar por el voto popular, y la suerte de los derechos de las minorías es la primera de ellas.