El año pasado, quién se acuerda, una organización que cambia de nombre cada tanto (Usuga, Urabeños, Clan del Golfo) hizo un paro armado. Me tocó en el centro de Santa Marta, y fue un día de miedo. No salieron los vendedores ambulantes que usualmente no dejan caminar por las aceras. Hizo paro buena parte del transporte público y cerraron las tiendas en los barrios. Y se veía al ojo desprevenido de transeúnte que en el centro algo pasaba, y se  veía a los chicos de la moto pasando y mirando, y la gente se sorprendía que uno hubiera ido desde Bogotá a trabajar allá un día de paro armado.

El mesero me explicó: “Ellos tienen las armas. Nosotros el miedo.” No se puede ser más claro. “¿Y son los paramilitares?” le pregunto. Llevo años preguntando.

Para el gobierno nacional, no hay paramilitares: no hay AUC, ni Mancuso ni Castaño. No hay un reto al Estado nacional, ni a su soberanía, no hay una organización que sea una amenaza seria para su capacidad de hacer presencia donde se le de la gana. Es un problema de policía, allá ellos, en los pueblos, en la Costa Atlántica, en la Pacífica, en los Llanos. La guerra la ganamos.

Pero otra cosa es la vida cotidiana, tan parecida en tantos lugares a la guerra de antes, se llame conflicto armado o crimen organizado. Están los muchachos con las armas, “los mismos” como me han dicho en varios lugares. Están las autoridades que saben, y no dicen nada así los vean pasar todos los días como los vemos todos.

No es solo que “los mismos” se vean por ahí andando. Es que en buena parte del país (¿cuánto? no se sabe) le cobran a la gente sumas de dinero asegurando que es para protegerlos (de ellos mismos.) Es una privatización mafiosa de las funciones de policía; sin embargo también hay cierta evidencia, por lo menos anecdótica, que indica que prestan otros servicios, como dar sumas de dinero para la asistencia social y financiar fiestas y celebraciones, aunque solo a sus redes de beneficiarios. Ah! Y prestan plata a usura, y cobran deudas, y hacen mandados, que para eso están armados.

Y no es solo que anden cobrando, e intimidando. Es endémico, o quizá es pura paranoia, el convencimiento de que existen arreglos extra-oficiales entre el crimen organizado y las instituciones estatales, por lo menos las locales, y que ambos reciben por algún lado dinero de la droga y otros negocios ilícitos. Es decir, muchas alcaldías y autoridades se perciben como continuidad de la presencia ininterrumpida de “los mismos” en el pueblo o el barrio.

Y también, particular o no de nuestra guerra, persiste la reproducción de los órdenes sociales autoritarios que los paramilitares instauraron a la fuerza y que tantos costeños identifican con los paisas. Noches de silencio, días de orden y trabajo, dicen que traen los armados, pero también cero tolerancia a la diferencia y a la rebelión, desprecio por los afrocolombianos y por los homosexuales, consagración a golpes del derecho al mando de los machos en sus casas. En la Costa Atlántica acabaron con la bacanería, e instauraron la violencia para resolver conflictos cotidianos (le doy en la cara, marica.) ¿Cómo se cuentan estas cosas si no es con las lágrimas?

No creo que vaya a ser así para siempre, y esto es más que optimismo. El vaso sí está medio lleno: primero, somos una población no solamente cada vez más educada, sino que tiene un secular desprecio por la violencia y unas ganas de vivir arrolladoras. Si nos caracterizamos por algo, como Colombianos, es por empacar e irnos cuando las cosas se ponen feas: si no me creen, miren cuántos somos desplazados, o hijos o nietos de desplazados.

Somos, hemos sido, gente con miedo, mucho más que gente armada.

Además Colombia ha tenido un proyecto, un proyecto de Estado que si bien comparado con el ideal es un fracaso, no lo es en términos prácticos. En un contexto internacional de prohibición de un producto que los países ricos adoran, y que aquí se da como maleza, hemos sabido sobrevivir. La estrategia ha sido atacar un problema a la vez, no todos juntos, y hacernos como nación los tontos con lo que no podemos resolver. Tenemos un Estado de “nadadito de perro,” todo es poco a poco, todo a medias, con una mediocridad que es loable sólo si se compara con la conocida debacle de los grandes planes.

Le llegó la hora, pienso, en esta estrategia de un problema a la vez, y con ese nadadito de perro, a “los mismos” de los pueblos y barrios. No sólo porque matan a los líderes sociales, aunque podemos empezar por ahí sin preguntarnos (nunca lo hicimos con los paramilitares) quién les da la orden de matar. Hay que acabar con “los mismos” por el terror que generan, y empezar con los más letales. Por ejemplo en Cartagena (Cartagena!) la Defensoría de Pueblo a final del año pasado puso a casi a la mitad de la ciudad al amparo de una alerta temprana, porque “los mismos” tienen a la gente más pobre confinada en sus barrios, aterrorizada y entregando su plata.

Pero hay que acabarlos como estructuras, no como chicos individuales, porque muchachos sin nada que hacer, y motos, eso es lo que hay en los pueblos y en barrios.

Y si no los acaban, no hay paz para la gente, así haya paz para el Estado.