En un relato fantástico de la Guerra fría, Ray Bradbury imagina una invasión extraterrestre que empieza con un anuncio publicitario: “Muchachos” dicen las páginas de las revistas para jóvenes “¡Cultiven hongos gigantes en el sótano!” Los hongos gigantes, por supuesto, son apasionantes extraterrestres que usan la curiosidad juvenil para invadir la tierra.

Como tantas películas y libros de la Guerra Fría en Estados Unidos, la imagen terrorífica del extraterrestre oculto como un blanco de clase media, que de repente se revelaba en todo su horror mutante, era una fantasía que procesaba el mantra de la Guerra Fría: vivimos rodeados de enemigos ocultos. De comunistas ateos que seducen a los jóvenes, y los pervierten.

Somos nosotros, o ellos.

La Guerra es a muerte y hay que eliminar hasta la semilla.

No hay compasión posible.

O aprendes a matar, o mueres.

El momento más satisfactorio de la película era cuando el secreto se revelaba en su sangriento horror, y el héroe humano-capitalista luchaba por su vida y su estilo de vida americano.

En cambio, las películas pre-caída del muro de Berlín donde los extraterrestres empiezan a ser buenos (tipo E.T.) son un raro anti-clímax. ¿Qué pasó con la sangre y los estallidos? ¿A cuenta de qué nos tenemos que sentir culpables?

Ahora por supuesto, tenemos el poco sutil Godzilla, apropiado por Hollywood para ser, no la bomba nuclear (la fantasía extraterrestre japonesa) sino el extraterrestre actual, explosivo y letal, que hay que mantener allende a las fronteras. En el espacio exterior y si no en Venezuela.

Las memorias del pasado sin embargo cambian con mayor lentitud que las películas americanas.

Ahora que mi familia se divide, más o menos como el país, entre quiénes votan por Zuluaga o por Santos, me acuerdo de tiempos más lejanos.

Mi familia siempre ha sido dividida. Cuando estaba en la primaria, los padres de mis amigas me preguntaban, ¿y tu familia es liberal o conservadora? La respuesta, aprendí pronto, abría o cerraba sus rostros como puertas. Otra variante era ¿y tú qué eres de Eduardo Lemaitre? Mi abuelo, entre una familia de Lemaitres liberales, era el único conservador, laureanista para mayor detalle. Decir nieta despertaba deleite en unas familias; desconfianza mohína en otras. Y la respuesta real era, me la sabía de cajón, la familia de mi mamá es Liberal. La de mi papá Conservadora. Y esto había que decirlo así, con mayúsculas.

Mi bisabuelo Liberal, a quién conocí, venía de una familia de liberales come-curas, como decían entonces. Es decir, radicales anti-clericales, que habían peleado en las guerras del siglo XIX y se acabaron en la última, la gran guerra de los Mil Días, de la que sólo sobrevivieron mi bisabuelo y su hermana, que eran niños. Pero no olvidaron, y mi bisabuelo, que yo supiera, no pisó una iglesia en su vida, y llevaba una vida en extremo correcta, pero de talante oculto y secretivo, como quien tuviera miedo.

Alguna vez tuve la valentía de preguntarle a mi abuelo conservador por qué a Laureano le decían “El Monstruo.” Primero me habló de la restauración moral de la república. De la corrupción, y de Laureano como un hombre que no hizo fortuna con la política. A diferencia de los López, decía. Luego hubo una pausa larga y me dijo, saltándose la respuesta, pero sabes, nunca empuñó un arma. Era sólo la retórica.

El Frente Nacional barrió todo eso bajo la alfombra, y la pareja que eran mis padres estaba más marcada por el hipismo de los setenta que por las antiguas rencillas de partidos.

En estas elecciones, todo vuelve. Ya nadie recuerda qué es el Frente Nacional, ni por qué fue necesario.  Los partidos Liberal y Conservador, se dice, agonizan. Pero no mueren los recuerdos, las ideas. Los odios.

Ahora ardemos además atizados por odios y rencores más o menos nuevos. Pero los viejos persisten. La prensa bogotana liberal, que había olvidado que era Liberal, clama unida por Santos.

Pero entre la gente en las ciudades borbotea un odio espumante contra las FARC, el tipo de odio que lleva a decir, pues que nos lleve el diablo con tal que se lleve también a Timochenko. Timochenko, que parece salido de un película bien mala, sin plata para los efectos especiales.  Para muchos, verlo apenas es sentir arder la sangre, y el rencor es atizado por un hombre a quien las FARC asesinaron a su padre. Que representa a miles de otros huérfanos del mismo talante.

El odio a las FARC arde entre los jóvenes urbanos de clase media y alta que despertaron a la vida política con las imágenes del vejámen de Ingrid, de los policías tras las alambradas, del terror de salir de las ciudades por carretera. Jovenes cuya primera consigna política, gritada a plena calle fue ¡No Más FARC! en las marchas contra el secuestro.

Pero allí también arde, a fuego bajo, el desprecio y miedo conservador ante la chusma, puesto en escena sin humor por ese chiste que es Nicolás Maduro siempre en sudadera.

Arde también la desconfianza de la provincia conservadora ante un arreglo acomodado entre cachacos de cualquier bando. Cachaco palomo y gato, decían en mi tierra, tres animales ingratos. Mas cachaco que Santos, difícil. Santos que manda a dar declaraciones a cachacos que usan sandalias con medias y les importa cinco lo que pasa a más de 25 grados centígrados porque a esa temperatura están es de vacaciones.

Del otro lado, el miedo. El miedo Liberal que resuena en la voz temblorosa de César Gaviria que en su infancia vio pasar yipaos con los muertos liberales de su tierra. El miedo al salvajismo armado de la godarria paisa. Al fantasma de Carlos Castaño, que era laureanista confeso. A los godos y su policía, que siempre fue goda. Y chulavita. A su iglesia feroz, la de antaño, la que promete el cielo y el infierno, la del Opus Dei en cuyas universidades estudiaron los hijos de Zuluaga. La de los curas malos, la que bendijo los ejércitos.

Es también el miedo al precio de la derrota que vivió mi bisabuelo Liberal, a los ideales políticos convertidos en principios apenas personales, a las rebeliones que se quedan simbólicas y ocultas. Al bajo perfil que se tiene que tener por necesidad, porque en cualquier esquina hay un tira vigilando. O un jácker, que es lo mismo.

No hay como el olvido. Por eso: jóvenes desmemoriados, ¡a las urnas! Voten por ustedes mismos. Dejen atrás a su padres y sus abuelas. Estrenen esa cédula, vamos, voten por el país que quieren. Ustedes son más. No se dejen gobernar por los viejitos. Miren los programas. No piensen. No recuerden. Voten.

Los extraterrestres no existen. Estamos nosotros, solos.