Una de las cosas más sorprendentes de los ejércitos, por lo menos para una mirada externa, es la forma como borran la individualidad de los combatientes. El corte de pelo, los uniformes, las rutinas, el movimiento en grupo, son apenas señales de una transformación profunda de un individuo con deseos y miedos singulares en una parte de un grupo armado. Lo que los demás ni cuestionamos, la importancia de nuestras urgencias del cuerpo y del alma, en los ejércitos se diluyen en una forma de vida donde pasan a ser parte imperceptible de una colectividad.
La importancia de las prácticas es incuestionable para el entrenamiento militar. La disolución del individuo y la internalización de la obediencia no se toman de un discurso; vienen de la mano de extenuantes ejercicios físicos, de la automatización de respuestas, de la negación del dolor, del sueño y del hambre, llevando a la aceptación de ser anónimo, obedecer y sacrificar hasta la vida.
El respeto por las leyes de la guerra y del honor tiene que ser parte integral de esa transformación del individuo en soldado. Algunos esfuerzos por transformar el Ejército colombiano así lo reconocen, e intentan  ir más allá del “taller” de derechos humanos. Ese esfuerzo, difícil, se refleja en la adopción, por ejemplo, de formas de combate donde los soldados reciben una tarjeta con un color que indica el tipo de fuerza que pueden utilizar en una operación determinada (letal o no), y en los ejercicios de simulación que incluyen la protección de civiles.
Pero son esfuerzos contra una difícil corriente.
Por una parte, luchan contra la dinámica terrible pero al parecer inevitable de las bandas de hombres jóvenes que crean un espíritu de cuerpo al mostrarse los unos a los otros que son capaces de sacrificarlo todo por el grupo. Y eso incluye, a menudo, por el sacrificio de la compasión por los que no pertenecen a la banda.  Lo vemos a menudo en niños agrupados torturando animales o a matoneando niños más pequeños, y lo vemos en las pandillas juveniles, y en las barras bravas, y en los ejércitos mercenarios al servicio del narcotráfico.
Pero quizá de forma más difícil, el poner la transformación del individuo en soldado al servicio de la protección de la población civil  va en contra de décadas de entrenamiento “contrainsurgente” de los oficiales latinoamericanos en los Estados Unidos. El escándalo en torno al israelita Yair Klein no es un fenómeno extraño a la forma cómo la Escuela de las Américas entrenó a tantos oficiales en la guerra contrainsurgente a partir de su experiencia (fallida) en el Vietnam. Según reputados informes de prensa, la Escuela de las Américas incluía hasta 1991 la tortura como parte del currículo.  Los manuales de entrenamiento, que existen sólo en español, fueron desclasificados a mediados de los años noventa y explican cosas como la importancia de “neutralizar” a los enemigos, afectando incluso a sus familias, espiando y destruyendo documentos, y dándoles una paliza…En esa escuela y en los años ochenta se formaron varios de los grandes dictadores, muchos guerreros honorables, y también algunos antiguos oficiales de fuerzas especiales mexicanas y guatemaltecas que hoy están al notorio, y aterrador, servicio del narcotráfico en esos países.
El des-aprendizaje de lo aprendido durante décadas en los cuarteles, y el aprendizaje de otra forma de ser soldado, es uno de los retos más importantes que enfrenta este país en el estrecho camino hacia la paz; más si se considera que los militares de carrera que fueron entrenados en la contrainsurgencia de los años ochenta son los que tienen o se aproximan al mando, y por supuesto, los que han entrenado a los demás soldados. Afortunadamente varios generales parecen estar de acuerdo con la necesidad del cambio; la sorpresa es que  pocos políticos lo entienden.