Hace años alguien me dijo que la diferencia entre la derecha y la izquierda era que a la derecha los pobres le daban lástima, y a la izquierda vergüenza. Como casi todas las frases lapidarias tiene mucho de falso, o de sobre-simplificado, pero también algo de cierto. Es difícil encontrar quien diga que lo deja del todo indiferente la tragedia de cerca de la mitad de la población de este país que sucumbe a los estragos de la pobreza. La indiferencia tiende a ser ignorancia o impotencia. Fuera del pequeño porcentaje de la población que por razones biológicas o de experiencia de vida es incapaz de sentir compasión, la gran mayoría, sin importar nuestro origen social, filiación política o religiosa, nos conmovemos al ver cara a cara el sufrimiento ajeno.

La reacción de algunos es la lástima, y el deseo de ayudar por mandato religioso o por mera solidaridad. Esta ayuda se racionaliza como deber del Estado de socorrer (yo pago mis impuestos, dicen los que los pagan) y la expectativa que el Estado tenga programas de ayudas y de desarrollo económico que resuelvan la situación lastimera. Otros son mas activos y se comprometen en diversas causas, donando su tiempo o sus recursos al alivio de la pobreza a través de caridades, ONG, fundaciones, programas de responsabilidad social, etc.

A estas personas dominadas por la lástima sin embargo no se les ocurre que puedan ser cómplices de un sistema injusto. La culpa de la pobreza, si la hay, es de otros, otros variados que pueden ser los ricos, el gobierno, los Estados Unidos, las multinacionales, o, en su variante mas perversa, la supuesta irresponsabilidad y flojera de los mismos pobres. Estas personas suelen pensar que son de izquierda o derecha según a quien culpen de la desgracia ajena: de izquierda cuando culpan a los ricos y a las multinacionales, por supuesto, y de derecha cuando culpan a los mismos pobres por cuestiones de cultura, raza o falsa conciencia.

Pero desde otro punto de vista, todas estas personas son de derecha, si definimos por supuesto la derecha como la profunda convicción de ser, personalmente, del todo inocentes del mal ajeno. Y su corolario: el recurso frecuente, y agotador, a la indignación como principal emoción política, el deseo de acusar al otro, la tentación de eliminarlo como salida rápida a todos los problemas.

La compasión decía en alguna parte Hannah Arendt, es una emoción política peligrosa. Atrae a quienes gozan afilando las cuchillas de la guillotinas y se salivan ante la posibilidad de ver rodar cabezas.

No sé si la vergüenza sin embargo sea mucho mejor. Pero a mi modo de ver es inevitable. La vergüenza de pertenecer a un sistema que requiere al parecer tanto sufrimiento para reproducirse, pero que, para muchos de nosotros, trae más ventajas que problemas. La vergüenza de poder viajar por carretera gracias a los muchachitos armados al sol inclemente que saludan con el dedo alzado y se someten a quién saben cuántos más vejámenes para garantizar ese paseo dominguero. La vergüenza de caminar hacia el trabajo después de café con leche pan y huevos pericos en una panadería, pensando en los afanes cotidianos, y al hacerlo pasar al lado de un ser humano que anoche durmió en la acera, protegido apenas por periódicos y una cobija sucia, que hará sus necesidades en una bolsa antes de escarbar en una caneca el desayuno.

Vergüenza.

La vergüenza paraliza y quita el aire y no resuelve nada. No produce ni una moneda, no es capaz de mirar a los ojos o dar la mano con firmeza. Se convierte en asco con los demás, con uno mismo.

En un cuento muy famoso, Los que se van de Omelas, la escritora norteamericana Ursula K. Le Guin imagina una sociedad perfectamente feliz, cuya felicidad depende del sufrimiento y la miseria de un niño pequeño y abandonado, mantenido en un sótano y tratado con crueldad hasta su muerte. Los ciudadanos deben ir a verlo pero  no pueden ayudarlo, y esta experiencia los obliga construir una sociedad casi perfecta, en honor a este niño. En fin, una sociedad feliz fincada en la vergüenza.

Pero algunos no resisten, y se van de Omelas, a vivir entre nosotros, en sociedades imperfectas donde la vergüenza no es la base misma de la ciudadanía.

El cuento es para los norteamericanos una crítica feroz al utilitarismo, pero al leerlo y releerlo en Bogotá, en vísperas de elecciones, no puedo menos que pensar una y otra vez en las delicias del exilio. Emigrar, irse, no mirar atrás, buscar refugio en países donde uno pueda ser tranquilamente de derecha, donde el sufrimiento ajeno y los debates políticos no de tanta vergüenza sino una vaga curiosidad y quizá el deseo de ayudar siempre desde el desapego. Pienso en dejar atrás este país, país de feroces derechas, país tan feliz del mundo, feliz y feroz, rápido para acusar e indignarse, pero inmune a la vergüenza.