Hace años, desde que hice el tránsito del activismo a la academia, me dedico a estudiar el derecho como fenómeno cultural. Me intriga la forma cómo el derecho atraviesa lo posible (lo que “se puede” y “no se puede” hacer) y lo moral (lo “correcto” y lo “incorrecto”.) A menudo nos imaginamos como un país sin ley, pero lo cierto es que el derecho es parte de la urdimbre de la normalidad de la vida cotidiana de la mayoría de los colombianos. Nos es familiar la pregunta constante por si algo “se puede” o “no se puede”- el sentido mismo de cometer una fechoría tienen su origen en la ley, e incluso la frustración y el desencanto son una reacción a la esperanza que se cumpla.
Por eso es sorprendente descubrir no es un delito que amenazar a otro de muerte, con todo lo que se ha dicho y sigue diciendo sobre el fenómeno de las amenazas a los líderes sociales. Así como todo el mundo sabe que “no se puede” (o no se podía…) despedir a una trabajadora embarazada, igualmente se sabe, o muchos saben, que si se amenaza a otro de muerte no pasa nada. Allí lo legal y lo normal se deslizan lo uno en lo otro: es mal visto, por supuesto, pero no es que “no se pueda” decirle a alguien “te voy a matar,” o “te van a matar” y hacer la lista de las razones por las que el otro merece la muerte, por ejemplo decirle que es objetivo militar en un panfleto anónimo.
Las amenazas son delito a veces, es cierto, pero esas veces no son claras.
Según el Código Penal amenazar es delito solo cuando es terrorismo, es decir cuando se hace “con el propósito de causar alarma, zozobra o terror en la población o en un sector de ella.” Entonces una peluquera en Cali, animada por el odio atizado en la prensa a todo lo que pueda ser de izquierda, y en un rato de ocio, decide mandarle twitters amenazantes a Piedad Córdoba, y al ser descubierta dice que no, que decirle que debe ser aniquilada era “su opinión” y que no lo hizo para generar zozobra.
Y es lógico pensar que de la mala leche al terrorismo hay mucho trecho.
¿Pero, qué ventaja tendría que fuera un delito independiente del de terrorismo? En principio se sabría, supongo, eventualmente, que eso “no se puede.” El castigo tiende a deleitar a los comentaristas oficiales y a los aficionados al comentario de todo tipo, y quizá disminuya las amenazas a los líderes sociales. Quizá, porque la relación entre criminalización y disminución del delito no es tampoco matemática en las ciencias sociales y los fenómenos no desaparecen (ni disminuyen) porque sean delito.
Pero la falta de criminalización no deja de tener efecto: por lo menos, tiene el efecto de que no se sabe de dónde vienen tantas amenazas. En los casos de amenazas a los líderes sociales lo que hace el Estado, a través de la Unidad de Protección (UNP,) es un consejo de evaluación de riesgo (CERREM.) Si este decide que existe un “riesgo extraordinario,” la UNP le ofrece a los líderes sociales transporte, guardaespaldas, celulares, y chalecos antibalas. Y sin embargo, y a pesar del enorme esfuerzo presupuestal que esto significa, la Fiscalía en principio no investiga los casos de “riesgo extraordinario.”
¿Vale la pena investigar y procesar todas las amenazas a los líderes sociales, con todo el gasto en personal y recursos que representa y con todo lo que sabemos del horror que son las cárceles?
Esa es por supuesto la pregunta del millón, y depende de una mejor comprensión de lo que son las amenazas, tarea que por lo menos en parte corresponde a la academia.
Podría ser un fenómeno asociado al particular pos-conflicto a medias que vivimos- puede venir por ejemplo de hombres que fueron parte de grandes esfuerzos bélicos y se sienten justificados al expresar su odio ya no con balas, sino con la satisfacción de producir miedo. Ese sería un problema social, con soluciones estructurales dentro de las cuales puede, o no, estar el aparato penal.
Pero a veces es claro, sobre todo cuando a la amenaza le sigue un asesinato (muy pocas veces en relación con la magnitud del fenómeno) que se trata de hombres que siguen armados, y delinquiendo, y sus amenazas son promesas que son capaces de cumplir. En ese caso una investigación exitosa previene el asesinato, y otros asesinatos futuros, y persigue a las redes de extorsión que a menudo son parte del mismo fenómeno.
Y de hecho estos son los casos en los que la policía se ofrece a investigar (cuando usted sabe que está amenazado por un grupo criminal) y los casos que caen bajo el delito de “terrorismo”, que también se utiliza en casos de alto perfil que reciben atención de los medios.
Pero no deja de ser cierto que las amenazas son anónimas, y podrían venir de cualquiera con un rato de ocio, la suficiente envidia, rencor o mala leche, y la certeza que eso es algo que “si se puede” y que es casi imposible que lo agarren, como la peluquera de marras, o como un conocido cualquiera cargado de odio. Y esta es la historia cotidiana de muchas de las amenazas.
¿Qué hacer entonces con las amenazas?