Más en la mitología relativa a los países helénicos que en la historia, existe una democracia directa en la que los ciudadanos, reunidos en el ágora, deliberan y deciden sobre los asuntos de la polis. Qué magnifica posibilidad esta, al menos en apariencia: no somos súbditos de nadie, de nosotros mismos emanan las reglas que limitan la libertad ciudadana. Nuestros ancestros hispánicos en la Edad Media gozaban de una institución espléndida: el cabildo abierto, en el cual los vecinos del lugar tomaban ciertas decisiones sobre asuntos concernientes a su villa, las cuales valían, por supuesto, siempre y cuando no desafiaran la autoridad del rey. (Ecos de esta figuran se encuentran en el proceso de independencia de las colonias hispanoamericanas).
En la Francia del siglo XIX, la democracia directa tuvo un importante resurgimiento mediante las figuras de plebiscitos y referendos. Fue una mala experiencia. En realidad, se utilizaron para conferir apariencia de legitimidad democrática a gobiernos dictatoriales. La convicción de que eran -y son- mecanismos peligrosos estaba presente en Colombia cuando en 1957 se convocó el plebiscito mediante el cual salimos de una honda crisis institucional: una de sus cláusulas justamente prohíbe su futura utilización.
Desde fines del siglo pasado, la democracia directa como mecanismo extraordinario para la toma de decisiones trascendentales ha vuelto a resurgir. A veces con éxito, en otras ocasiones no. Ha servido para apuntalar las instituciones de la Unión Europea, pero también para hundir a California en una crisis profunda de ingobernabilidad.
Dicho lo anterior, hay que señalar que la democracia cotidiana, la que permite afrontar y resolver los conflictos que son de normal ocurrencia en una sociedad abierta y plural, es la democracia parlamentaria. Es la fortaleza del órgano de representación popular, elegido en comicios periódicos y transparentes, lo que nos permite saber si un país cualquiera es o no democrático. Desde esta óptica, Alemania y Venezuela, por ejemplo, pertenecen a categorías diferentes.
En la encuesta de percepciones políticas realizada por Latinobarómetro en 2010 se preguntó lo siguiente: “Hay gente que dice que sin Congreso Nacional no puede haber democracia, mientras que hay otra gente que dice que la democracia puede funcionar sin Congreso Nacional. ¿Cuál frase está más cerca de su manera de pensar?” Solo el 54% de los colombianos cree que el parlamento es eje del sistema democrático.
En un contexto como este resultan muy preocupantes los escandalosos que, con alarmante regularidad, involucran a miembros del Congreso; peor aún los que erosionan el prestigio de la institución como tal.
Con tristeza cabe mencionar dos episodios recientes. El Presidente de la Cámara ha dejado saber que en alguna administración anterior se dotó a los representantes de armas para su uso personal y que, ahora, buena parte de ellas no aparecen. Por supuesto, que unos congresistas se apropien de bienes públicos es un delito que debe conducir a la apertura de los correspondientes procesos penales. Pero más me escandaliza que se les provea de armamento como parte de su herramental de trabajo. Ello sería comprensible en una “república bananera”, pero a estas alturas del desarrollo institucional de Colombia (no importa que produzcamos banano) resulta inadmisible. Si los parlamentarios requieren protección, lo razonable es que se las brinde la Policía Nacional.
A raíz de un confuso debate sobre la justificación de que a los senadores se les subsidie el combustible que consumen, el Presidente del Senado dijo: “Prefiero no robar al Estado y que me paguen la gasolina”. Me niego a creer que el Senador Corzo haya sido consciente de la terrible implicación de su dilema: si no se lo subsidian, tendrá que robarlo.
Torpezas como estas podrían reducirse “a sus justas proporciones” si tuviéramos una administración diferente del Congreso, la cual, como consecuencia de una deficiente regulación constitucional, es politizada, fugaz y fragmentada. En efecto: está a cargo de las mesas directivas de cada cámara, las cuales se renuevan cada año.
El resultado inevitable de este sistema es un despelote colosal. Cada mesa directiva nueva comienza su mandato anual tratando de arreglar los entuertos de la anterior a fin de tener “espacio fiscal” para sus propias pilatunas, las mismas que tiene que negociar con las distintas comisiones y partidos.
Este esquema da por resultado, por ejemplo, que los equipos de cómputo, cuya compra se anuncia con bombo y platillos, cuando finalmente los instalan no funcionan. O que los garajes del Congreso sean, en realidad, depósitos de chatarra. O que unas comisiones parezcan tugurios y otras hagan alarde de sus instalaciones cibernéticas. O que sea casi imposible desarrollar proyectos comunes a ambas cámaras tan importantes como la creación de un portal que mantenga al día la información sobre el proceso legislativo.
En todo caso, algo hay que hacer para que el Congreso se administre mejor y los “padres de la patria” no contribuyan -o contribuyan menos- al desprestigio de la democracia.