Fuera de la muerte de un hijo, la muerte de un padre es una de las cosas más tristes que puede experimentar un ser humano. Por eso comprendo la obsesión de Iván Cepeda en buscar y obtener justicia por la muerte del suyo.

Fuera de la muerte de un hijo, la muerte de un padre es una de las cosas más tristes que puede experimentar un ser humano. Por eso comprendo la obsesión de Iván Cepeda en buscar y obtener justicia por la muerte del suyo.

A Manuel Cepeda Vargas no lo mató un policía para robarle el reloj. Su asesinato, que se configuró como una “ejecución extrajudicial”, acaba de ser considerado por la Corte Interamericana de Justicia como un “crimen de estado” en el cual se le condena a la República de Colombia por acción y omisión en estos execrables hechos.

Como a los países no los pueden meter a la cárcel entonces la implicación del fallo se limita principalmente a una sanción pecuniaria, es decir al otorgamiento a los familiares de la víctima de una cuantiosa indemnización y una sanción moral, es decir el reconocimiento público de la responsabilidad estatal.

Con este fallo entonces uno creería que se ha impartido justicia y reparación hasta donde es posible. Sin embargo, como suele ocurrir en estos temas, las cosas no son así de sencillas.

Ahora resulta que estamos frente a un choque de intransigencias, donde ni Uribe, en su calidad de jefe de estado, quiere darle la formalidad a la reparación que exige el fallo, ni Iván Cepeda quiere aceptar (salvo la parte económica, supongo) la reparación moral que el fallo otorga.

 O sea que quedamos en las mismas que hace 15 años, lo que es una lástima porque este episodio legal pudiese haber servido para poner los puntos sobre las íes en esto del conflicto colombiano.

Para empezar a Manuel Cepeda lo mandó a fusilar alguien en alguna parte del aparato estatal colombiano – que no debía ser precisamente un rango medio- porque le asignaba una culpabilidad genérica derivada de su vinculación a un movimiento de izquierda legal, como es el Partido Comunista Colombiano, que suponía actuaba en coordinación con un grupo armado ilegal. Esto de por sí, es decir el homicidio agravado de un ciudadano, es un gravísimo e injustificable crimen que merece la máxima sanción. (Sanción que desafortunadamente se ha quedado corta porque no ha cobijado hasta la fecha a los responsables intelectuales del crimen). Punto.

Manuel Cepeda Vargas, por su parte, como apparatchik del PCC fue uno de los arquitectos de la combinación de todas las formas lucha, que consistía en adelantar de manera paralela y coordinada acciones políticas legales y actos de violencia ilegales “como vía estratégica para la liberación nacional”, los primeros en cabeza del PCC y los segundos en cabeza de su brazo armado, las FARC. Esto de por sí, es decir el concierto para delinquir, es también un gravísimo e injustificable crimen que merece la sanción correspondiente. (Sanción que se debería haber propinado por la vía judicial, obviamente, y no por la vía de hecho). Punto.

En otras palabras, tan criminales son los que ordenaron y efectuaron  la “ejecución extrajudicial” de Manuel Cepeda el 9 de agosto de 1994 al pretender aplicar una monstruosa pantomima de justicia por sus propias manos; como criminales son los que diseñaron y ejecutaron desde los años 60 la política de participar en las elecciones y al mismo tiempo poner bombas y efectuar secuestros, pretendiendo también obtener una abstracta justicia social que definían en sus propios términos.  Punto.

Lo que me lleva al tema de las víctimas de estos dos tipos de criminales. Por un lado, víctimas como Iván Cepeda, quien legítimamente busca y se merece verdad, justicia y reparación por el asesinato de su padre.

Y por otro, las víctimas de Manuel Cepeda, quienes también tienen derecho y se merecen buscar la verdad, justicia y reparación por la trágica implementación de la “combinación de todas las formas de lucha” que derivó en la muerte, pérdida de libertad y desplazamiento de cientos de miles de colombianos durante los últimos 40 años.

Punto.