Columnista Luis Guillermo Vélez.
Columnista Luis Guillermo Vélez.

Sabemos por la ex primera nuera de la Nación, por el joven Nico y por las conversaciones de la doctora Sarabia con el exembajador en Venezuela –o sea por las personas más allegadas al presidente de la República– que nuestro primer mandatario tiene problemas de exceso de “libertades individuales”. Además, como si fuera poco, esta semana nos enteramos por boca del hermanísimo que su carnal fue diagnosticado con síndrome de Asperger cuando estaban en el bachillerato, aclarándonos, como si fuera un consuelo, que la condición de “Gustavo es más intensa que la mía”.

Esto naturalmente ha causado consternación en la opinión pública. No todos los días nos enteramos de que el presidente, fuera de que le jala a las “libertades individuales”, también sufre de alguna clase de autismo.

Negaciones de ambas patologías aparte –como era de esperarse promulgadas en la cuenta de Twitter de Petro y en declaraciones posteriores del hermanísimo donde afirma que nunca hubo un diagnóstico clínico de la condición– lo cierto es que los ciudadanos tenemos todo el derecho a preocuparnos por la salud física y mental del presidente y, cómo no, derecho a formular preguntas.

Mucha gente parece no estar de acuerdo con esta proposición. Por ejemplo, el Programa de Acción por la Igualdad y la Inclusión Social (Paiis) de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes –mi alma mater– con motivo de las declaraciones del hermanísimo produjo un comunicado de prensa donde afirma, básicamente, que los medios deben autocensurarse para “evitar estigmatizaciones sobre condiciones de discapacidad” debido a que las personas que las sufren “tienen el derecho y la posibilidad de llevar vidas plenas y significativas”.

El comunicado se equivoca. Tienen, por supuesto, razón en afirmar que las personas discapacitadas pueden y deben vivir vidas plenas y fructíferas como cualquier otro individuo. En ese sentido exigir que se respete su condición de discapacidad como una manifestación de diversidad humana tiene mucho sentido.

En lo que se confunden es en afirmar que el presidente de la República es una persona común y corriente –que tiene, entre otros, el mismo derecho a la intimidad que los demás– porque no lo es, ni lo tiene. No es tampoco “una figura pública relevante” como si se tratara de un obispo, un gobernador, o un influencer.

Es el presidente y como él, en este país, solo hay uno. Y tiene unas responsabilidades y unas cargas que no tiene nadie más. No es una exageración afirmar que la vida de los cincuenta y tantos millones de colombianos depende de lo que ese individuo haga o deje de hacer.

La historia colombiana tiene tristes ejemplos de presidentes que gobernaron sin estar en plenas capacidades físicas y mentales –o, si se quiere, en las capacidades físicas y mentales que se esperaban de ellos– y los resultados fueron, en casi todas las ocasiones, catastróficos.

Notable fue Manuel Antonio Sanclemente, un octogenario mandatario que fue elegido a dedo para perpetuar el régimen de la Regeneración. Estaba a todas luces senil. Muy probablemente sufría de algún tipo de demencia. Gobernó desde Villeta por razones de salud, pero gobernar es un decir porque sus allegados mandaron a hacer un sello de caucho con la firma presidencial que usaban para todos los actos de gobierno.

Hubiera sido una simple anécdota si no es porque bajo su mandato –y en buena medida por su culpa– estalló la Guerra de los Mil Días, la más cruenta que ha vivido este país. Le hicieron un golpe el 31 de julio de 1900 y lo reemplazó otro anciano en condiciones similares. Se llamaba José Manuel Marroquín. Desentendido del gobierno, gastaba su tiempo haciendo anagramas mientras el país literalmente se despedazaba. Al final, cuando se perdió Panamá, solía decir que no lo había hecho tan mal porque había recibido un país y devolvió dos.

Luego vino Laureano Gómez, otro presidente con discapacidad. A él se la generó un derrame cerebral en 1951, poco tiempo después de la posesión. Asumió el designado Roberto Urdaneta, quien hizo lo mejor que pudo en circunstancias extremadamente difíciles. Sin embargo, Gómez insistió en destituir al general Rojas Pinilla, en ese momento comandante de las fuerzas militares. Urdaneta se opuso, lo que hizo que Laureano quisiera retomar el poder. El 13 de junio de 1953, Laureano sacó a Urdaneta y ese mismo día Rojas sacó a Laureano. El país estaba sumido en La Violencia con mayúsculas. Seguiría una dictadura militar de varios años y luego el Frente Nacional. Las consecuencias del derrame de Laureano todavía las estamos viviendo.

Más reciente fue el caso del presidente Barco. Quizás desde mediados de su gobierno empezó a mostrar síntomas de una enfermedad neurodegenerativa, posiblemente Alzheimer. Otra vez fue necesario activar el sello de caucho, metafóricamente en cabeza del secretario general de la presidencia. La condición del presidente fue mantenida en secreto, aunque los rumores proliferaban. La prensa se autocensuró sobre el tema, de la misma manera que el Paiis quisiera ahora que se hiciera con el presidente Petro. Los colombianos no se enteraron sino hasta mucho después de la patología presidencial. Afortunadamente, en ese entonces la operación de la Casa de Nariño estaba dirigida por personas altamente competentes que lograron sobrellevar la situación e implementar muchas de las reformas propuestas, además de afrontar una creciente amenaza narcoterrorista. En esa oportunidad, a diferencia de las anteriores, Colombia tuvo suerte.

Las informaciones sobre la salud mental y el estilo de vida de Petro no provienen de los opositores del gobierno sino de las entrañas del círculo presidencial: del hijo, de la nuera, del hermano, de la jefe de gabinete y de quien fuera el principal consejero político durante la campaña. La cancelación sistemática de eventos oficiales (casi cien en un año) sin ninguna explicación, su terquedad extrema, su comportamiento errático y la manera particular como se interrelaciona con los demás parecen confirmar que el presidente posee algún tipo de condición médica que no nos han contado.

Los ciudadanos tenemos derecho a conocerla. Para la persona que ocupa ese cargo no aplica la “reserva fundada en el derecho a la intimidad”, como no aplican muchas otras cosas. Tenemos suficientes ejemplos históricos como para saber que no podemos darnos el lujo de guardar silencio cuando el presidente da señales de no estar en plenas capacidades para desempeñar el mandato que los colombianos le han otorgado.

Abogado de la Universidad de los Andes, Master in Business Administration del Instituto Panamericano de Dirección de Empresas (IPADE), México D.F., Master en Políticas Públicas de la Universidad de Georgetown, Washington D.C. Se ha desempeñado en diversos cargos del sector privado y público,...