En Colombia copiamos del extranjero muchas cosas que nada tienen que ver con nosotros (“cursos de verano” donde no hay verano, por ejemplo) pero esta iniciativa de François Hollande si valdría la pena considerarla.
En Colombia copiamos del extranjero muchas cosas que nada tienen que ver con nosotros (“cursos de verano” donde no hay verano, por ejemplo) pero esta iniciativa de François Hollande si valdría la pena considerarla.
El presidente francés, en un raro acto de valentía política, ha propuesto la fusión de un numero importante de regiones francesas, equivalentes a nuestros departamentos, con el fin de reducir el millefeuille français, o sea la milhojas burocrática y fiscal que atrofia el funcionamiento del estado galo.
La idea es que para 2016 se reduzcan las 22 regiones actuales a 13, casi la mitad, lo que generaría un ahorro fiscal cercano a los €15 millardos de euros anuales.
Como es de esperar la propuesta genera reacciones encontradas: el 68% de los franceses la apoya pero el 77% no quiere que su propia región desaparezca. De hecho, el plan es tan audaz que de las 22 regiones existentes solo 6 sobreviven intactas. Las otras se fusionan, en muchos casos de a tres en una, creando polifonías como Alsace-Champagne-Ardenne-Lorraine o Languedoc-Roussillon-Midi-Pyrenées.
Vale la pena revisar la historia de la regiones colombianas y su subdivisión en departamentos a partir de 1905 para entender porqué resulta imperativo emprender un proceso de reconstitución regional, que pasa necesariamente por la fusión de los departamentos.
En 1886 la nueva constitución convirtió a los nueve estados soberanos de la constitución federal del Rionegro en departamentos. Una vez concluida la Guerra de los Mil Días, para castigar a los entes territoriales más alevosos, se inició el fraccionamiento.
En 1910 ya eran catorce los departamentos, más las intendencias y comisarias. Después de varias décadas de relativa estabilidad empezó de nuevo la atomización. En 1947 se escindió al Chocó de Antioquia, en 1952 se creó Córdoba y luego, en los sesentas, vino el big bang departamental, con la creación de Sucre, La Guajira, Risaralda, Quindío y hasta el Cesar, un departamento se inventó para que Alfonso López fuera gobernador.
Aunque la fragmentación siempre se justificaba argumentando razones étnicas, económicas y culturales, lo cierto que detrás había un interés político muy simple: la circunscripción al Senado era departamental y garantizaba dos curules, que se aumentaron a cuatro para los nuevos departamentos con el acto legislativo de 1968.
En otras palabras, para un líder regional con ambiciones era más fácil crear un nuevo departamento, con la ñapa burocrática implícita, que ganarle las elecciones al barón electoral del momento.
La constituyente de 1991 eliminó la circunscripción departamental para el Senado, pero en un acto de voluntarismo típico, para impulsar el desarrollo regional convirtió ipso facto a todas las intendencias y comisarias en departamentos, sin caer en cuenta que en muchas de ellas no existía ni sombra de sociedad civil.
Casi un cuarto de siglo después, con 32 departamentos, un distrito capital y quien sabe cuantos más distritos especiales de toda clase, debe resultar obvio que el sistema está haciendo agua. Los reclamos de mayor descentralización, muchos legítimos, se vuelven irrealizables cuando se devolucionan competencias y recursos a los departamentos y estos fracasan una y otra vez en las tareas más simples de gestión pública.
A los escépticos les pido revisar el caso del Casanare, un departamento que recibió $1.3 billones de pesos en regalías en los últimos tres años y todavía no ha podido terminar, por corrupción y negligencia, el acueducto de su ciudad capital.
Todavía más contundente es que, desde que existe un régimen de insolvencia para entes territoriales, uno de cada cuatro departamentos se ha quebrado. Literalmente. Esto habla volúmenes sobre la viabilidad fiscal, política y administrativa de muchos de ellos, algunos de los cuales como el Chocó, son quebrados seriales, acudiendo repetidas veces a la restructuración de pasivos.
Para tener departamentos fuertes y competitivos habría varias integraciones a considerar. Antioquia debería absorber al Chocó, reversando el error de 1947. El Huila debería absorber al Caquetá y al Putumayo, algo que de facto viene ocurriendo. El viejo Caldas debería reconstituirse, con la capital en Pereira. En la Costa, Córdoba y Sucre harían un departamento interesante, con capital Montería; se debería revivir el Gran Magdalena, fusionando Magdalena con La Guajira. El Cesar podría anexarse a Santander, con el cual tiene más vínculos de los que parece, al igual que Norte de Santander. Boyacá podría reincorporar al Casanare y Arauca, con quienes continúa íntimamente relacionado y el Valle del Cauca absorber al Cauca. En la Media Colombia, el Meta debería integrarse con el Guaviare, el Amazonas con Vaupés y se podría intentar un departamento nuevo entre Vichada y Guainía.
Lo anterior suena a ciencia ficción política. Sin embargo, un ejercicio similar al francés será necesario tarde o temprano en Colombia. La balcanización departamental puede que le sirva a los políticos pero no le sirve a los ciudadanos. Una gran parte de los recursos de estos departamentos inviables se derrochan en burocracia, en obras faraónicas inconclusas y en simple corrupción.
Enviar más recursos y extender competencias para solucionar el problema de las regiones colombianas no es nada diferente a pretender curar al diabético dándole las llaves de la dulcería.