Este es el relato sumario del día en que murió el cura Camilo y ahora que se están cumpliendo cincuenta años del suceso es un buen momento para recordar la memoria, no del victimario sino de los tres soldados, campesinos y pobres seguramente, que fueron sus víctimas. Y, cómo no, también vale la pena recordar a Ramiro y Camilito, guerrilleros campesinos, que igual que los soldados pero de otra forma, también fueron sus víctimas.

A las 10 de la mañana del 15 de febrero de 1966, en un sitio conocido como Patio Cemento en el municipio de El Carmen de Chucurí, una patrulla conformada por 27 fusileros adscritos a la V Brigada del Ejército Nacional fue emboscada por un nutrido número de guerrilleros, tal vez entre 30 y 35, al mando de Fabio Vásquez Castaño y de su lugarteniente, Camilo Torres Restrepo, alías “Argemiro”.

Según testigos presenciales, a los pocos minutos de iniciada la refriega, tres de los soldados yacían muertos y otros dos habían resultado heridos de gravedad. El sargento José del Carmen Castro, comandante de la primera escuadra, unidad que había recibido el grueso del ataque, reaccionó y logró reagrupar a los sobrevivientes.

En la maniobra recibió un tiro en el brazo izquierdo que no impidió que continuara respondiendo al fuego enemigo y con excelente putería le disparó a uno de los atacantes que, armado con una pistola calibre 45, buscaba apoderarse de uno de los fusiles M-1 de los soldados acribillados en combate.

El herido resultó ser el comandante “Argemiro”, quién retrocedió sorprendido por el impacto certero sobre su hombro izquierdo. Antes de que el cabecilla pudiera emprender la huida el soldado Osma Villalobos Palomino, apuntó y descargó su fusil sobre el guerrillero. El proyectil de calibre .30-06 Springfield, viajando a una velocidad 820 metros por segundo y generando una energía cinética de 3.949 J, le impactó en el pecho y sin necesidad de perforar ningún órgano vital lo mató de inmediato.

Sorprendidos con la muerte de su comandante, dos guerrilleros subalternos, alías Ramiro y Camilito, un niño de 13 años, se lanzaron a recuperar el cadáver pero fueron alcanzados por los disparos del sargento Castro, muriendo ambos en el intento.

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Este es el relato sumario del día en que murió el cura Camilo y ahora que se están cumpliendo cincuenta años del suceso es un buen momento para recordar la memoria, no del victimario sino de los tres soldados, campesinos y pobres seguramente, que fueron sus víctimas. Y, cómo no, también vale la pena recordar a Ramiro y Camilito, guerrilleros campesinos, que igual que los soldados pero de otra forma, también fueron sus víctimas.

Porque Camilo Torres Restrepo no fue un santo moderno sino un engendro en mutación, aquella que Joaquín Villalobos describió inmejorablemente: en la guerrilla se empieza como Robin Hood y se acaba como Pol Pot.

Los burguesitos desadaptados que fundaron el ELN en 1964, descrestados después de unas vacaciones en La Habana, creyeron que las selvas del Opón serían su Sierra Madre y acabaron convirtiendo a la pobre, pero pacífica, población de San Vicente y su comarca en un infierno terrenal. Como un cáncer metastásico la violencia engendrada por Camilo y sus amigos acabó con la vida y sueños de cientos miles de personas que durante décadas nunca pudieron explicarse que era lo que habían hecho tan grave como para merecerse semejante destino.

Los que defienden la vida del cura guerrillero, ahora cuando usar armas para cualquier cosa es unánimemente repudiable, explican el giro de Camilo hacía la violencia como algo de mal gusto pero necesario, algo así como tener flatulencias en misa después de una frijolada.

Sin embargo, el argumento de “amaba-tanto-al-pueblo-que-decidió-morir-por-él”, aunque convenientemente justificatorio es insuficiente. Es muy posible que Camilo, con la pistola calibre 45 que le había ganado a alias “Pelé” en un concurso de tiro, hubiera disparado y matado a por lo menos uno de los soldados que cayó en la emboscada.

Como un cazador cobrando el trofeo, el cura entonces se lanzó a recoger el fusil de su víctima, con tan mala suerte que su pecho y la bala calibre .30 del fusil M-1 de Osma Villalobos se encontraron simultáneamente en el mismo tiempo y lugar.

¿No se le pasaría nunca por la cabeza al cura Camilo que ese soldado que mató, o que por lo menos planeó matar, podía ser uno de esos miserables que rellenaban las estadísticas socioeconómicas del barrio Tunjuelito que con tanto ahínco había recogido para completar su laureada tesis doctoral?

El día de la emboscada, los sobrevivientes del ELN recuerdan el entusiasmo que permeaba al grupo. Después de cuatro días siguiendo a la tropa estaban seguros de que harían una “matazón tremenda”, como recuerda alias “Péle”. ¿Será que al cura Camilo, que se jactaba de su compromiso pastoral, no se le ocurrió pensar en las madres y padres de los soldados que asesinaría? ¿O en el dolor y angustia de unas inocentes familias de colombianos pobres?

Parece que no. Para ese momento, Camilo ya tenía clarísimo que para lograr la “redención del pueblo” se justificaba cualquier medio, preferiblemente violento.

Como lo tenía claro Lenin cuando presidió la hambruna de 1922 que mató a 6 millones de personas en las regiones “blancas” de los Urales, o como cuando Stalin mató de hambre a 10 millones de ucranianos para asegurar su sometimiento y envió a 18 millones de “enemigos de la revolución” a los Gulags. O cuando Mao implementó el Gran Salto Adelante que mató a 45 millones de chinos o la Revolución Cultural, que criminalizó a cualquiera que no tuviera callos en las manos. Para no hablar del Ché Guevara y los centenares de fusilamientos que presidió en La Cabaña, Pol Pot y los Killing Fields de Camboya y, por supuesto, la piromanía nuclear de la monarquía comunista de los Kim que preside Corea del Norte.

El legado de Camilo Torres es uno de muerte, dolor y destrucción. Nada de lo que hizo antes de muerto o después ha servido para mejorar la vida los colombianos más pobres y olvidados. Mas bien todo lo contrario.

Camilo, al glorificar la violencia como un medio legitimo para lograr un fin loable, es en ultimas uno de los principales responsables de la guerra que ha estremecido a nuestro país desde hace medio siglo. Su lugar no está en el panteón de víctimas sino en el de victimarios, junto al Mono Jojoy, el Negro Acacio, Karina, los Castaño, Raúl Reyes, Álvaro Fayad, Javier Delgado, Hernando Pizarro, Mancuso, Don Berna, Jorge 40, El Paisa, Romaña, Cano y, por supuesto, Tirofijo y su hijo putativo, Manuel Pérez.

Tal vez Camilito, el niño guerrillero de 13 años que acompañaba a Camilo y que murió con él, hubiera tenido mejor suerte si nunca hubiera conocido a su tocayo.