Con seguridad absoluta que no existe en el planeta un Estado mas demandado por sus ciudadanos que el Estado colombiano.

Según un informe reciente de la Contraloría General de la República, existen más de doscientos mil demandas que suman pretensiones por un trillón de pesos, una cifra que solamente se ve en los comics de Rico McPato.  Solo para darse una idea, el monto es tan absurdo que es más de dos veces el PIB anual del país, cinco veces el presupuesto nacional y casi diez veces la deuda pública externa.

Para algunos, estas cifras son una prueba más de la indolencia, incompetencia e ineficiencia del “orangután de sacoleva”, frase de Echandía por estos días de moda; para otros una reivindicación legitima de los derechos de los ciudadanos ultrajados por un Leviatán salido de control.

Sin embargo, hay una tendencia que debería prender todas las alarmas. En 2003 se pagaron sentencias y conciliaciones por 251.000 millones de pesos mientras que en 2013 la cifra llegó 1.2 billones, un crecimiento exponencial del 500% en diez años.

Esto quiere decir que cada año hay una transferencia neta de recursos estatales equivalentes a más del 15% de las utilidades de Ecopetrol a los triunfadores de la ruleta judicial que es el litigio contencioso administrativo en Colombia.

Si solamente fueran casos moralmente sólidos y legalmente consistentes, como los de reparaciones por detenciones indebidas, expropiaciones arbitrarias o, digamos, ejecuciones extrajudiciales estilo “falso positivo”, la cifra de todas formas resultaría exorbitante pero éticamente digerible.

Pero no es así. Lo cierto es que demandar al Estado se ha convertido en el más rentable deporte nacional.  Hay casos como el del motociclista caleño que se estrelló borracho contra un poste, algo plenamente probado en el expediente, que sin embargo recibió una millonaria indemnización porque estaba lloviendo y había poca iluminación en la calle.

Y ni hablar del caso de los contratistas que tienen como modus operandi licitar, anticipar, incumplir y demandar. La utilidad está, por supuesto, en la demanda y no en la obra, como el caso de Carlos Collins, contratista del túnel de la línea, que no solamente nos entregará un chircal sino que le quedamos debiendo 600.000 millones de pesos por su gestión oficiosa a favor de la comunidad.

O de los mismos funcionarios públicos que tienen como presa de caza a la entidad donde trabajan, demandando a su empleador por cualquier traspiés legal, lo cual no es muy difícil si uno tiene en cuenta que la línea jurisprudencial en materia contencioso-laboral es una leyenda urbana.

Hay que reconocer que este gobierno ha intentado contener el problema con la creación de la Agencia Nacional de Defensa Jurídica del Estado, entidad que ya empieza a dar sus primeros resultados positivos.

Lamentablemente, estamos frente a un tema que trasciende la gestión de los defensores estatales por muy buena que sea. Lo cierto es que en materia judicial el Estado colombiano juega con los dados cargados en su contra.

Las interpretaciones constitucionales, la jurisprudencia y, como no, las más recientes codificaciones, tienen un claro sesgo anti-Estatal que le facilita la vida enormemente a la legión de abogados, muchos de ellos ex magistrados y muchos ex redactores de códigos, que se lucran despedazando judicialmente al Estado.

Son ellos en últimas los que se quedan, vía la famosa cuota litis del 30%, con la tajada del león de esos 1.2 billones que pagamos año tras año todos los colombianos.

Por otra parte, se plantea como solución al desangre fiscal el incremento de las acciones de repetición en contra de los funcionarios que tuvieron la mala suerte de desempeñarse en las entidades condenadas. Esta solución es a la vez ingenua, inútil y perjudicial. Ingenua porque desconoce que el problema está en la estructura jurídica desbalanceada en contra del Estado e inútil porque recuperar 1.2 billones de pesos embargando funcionarios que tienen medio apartamento en cuidad Salitre y un Renault 18 es por lo menos estúpido.

Además es perjudicial. Ser funcionario público en Colombia es una profesión de alto riesgo a la cual se le suma ahora la eventual solidaridad fiscal. La ley es clara en asumir que la repetición procede cuando la conducta ha sido con dolo o culpa grave, o sea con intención, pero los promotores de la cacería de brujas parecen abocar por la iniciación de acciones de repetición automáticas.

Alguien les debería recordar que la iniciación de este tipo de acciones arbitrarias irónicamente hace incurrir en responsabilidad a quienes las promueven, cuando salgan condenadas en costas las entidades que se las acoliten.

No que hay que buscar el muerto rio arriba.  Para contener la avalancha de sentencias en contra del Estado esta muy bien crear una agencia de defensa judicial y tener buenos abogados, así como iniciar acciones de repetición cuando las circunstancias lo ameriten, pero eso no es suficiente. Hay que reajustar las cargas legales, revisando las normas leoninas que han convertido al litigio contencioso administrativo en el mejor negocio del país.