Que Colombia sea preponderantemente un país mestizo, en el cual, además, viven etnias minoritarias, es cuestión que suscita importantes debates. Los afronté en la entrada precedente de este blog pero regreso a ellos para ratificar algunos puntos de vista; y ocuparme de las políticas de discriminación positiva, es decir, de las medidas para contrarrestar prácticas discriminatorias ancestrales.

No puede ponerse en duda que Colombia, al igual que otros países de América Latina, tales como  Brasil, Venezuela o Panamá, es un país mestizo; nada hace pensar que esa configuración vaya a cambiar. La mayoría de la población -algo así como el 85%- es producto de la mezcla de sangres entre los colonizadores españoles, la población amerindia que habitaba el territorio desde tiempos ignotos, y los negros expatriados masivamente del África durante los siglo XVII y XVIII. No somos semejantes a México, Guatemala y Perú, que conservan una proporción elevada de indígenas. Tampoco nuestro perfil racial se asemeja al de Argentina o Uruguay, que son predominantemente blancos.

Sigo pensando que esta fisonomía étnica es un elemento positivo en la formación de la nacionalidad y factor que contribuye a la paz que anhelamos. Hay un ser colombiano resultante de una comunidad lingüística y cultural; de compartir historia y mitos fundacionales; de  acoger una misma  simbología patriótica, que incluye  tanto una única constitución como una sola selección para representarnos a todos en gestas deportivas. Parece elemental pero a Nelson Mandela, al comenzar su gobierno, le costó un esfuerzo enorme  lograr lo mismo en  Sudáfrica.

La exaltación de la diversidad étnica no puede poner en riesgo la unidad.  Los países en los que predominan las diferencias, tienden a fraccionarse o a padecer graves y, con frecuencia, insolubles conflictos. La India y Yugoslavia se escindieron luego de cruentas guerras civiles. En Rusia los actos de terrorismo, de cuya existencia el mundo exterior a veces se entera, provienen de conflictos raciales y religiosos. Las masacres derivadas de enfrentamientos étnicos en países africanos, Somalia, por ejemplo, constituyen evidencia clara de  los abismos de fanatismo a los que la identidad racial puede conducir.

Nada parecido a esto ha sucedido en Colombia. Los actos de violencia cometidos contra comunidades indígenas o negras por paramilitares y guerrilleros, no han tenido motivaciones raciales; sus causas han sido otras: la apropiación ilegítima de sus tierras, de corredores estratégicos para la movilización de drogas ilícitas, o las acciones punitivas para castigar su presunto o real apoyo a la Fuerza Pública. Por lo tanto, es su condición de víctimas, más que su identidad racial, lo que impone al resto de la sociedad una carga indemnizatoria bajo las reglas de la ley próxima a entrar en vigencia.

De otro lado, es verdad que las comunidades negras e indígenas padecen un severo rezago en su calidad de vida; y que han sido objeto sistemático de prácticas discriminatorias no por veladas menos reprochables. Combatir la pobreza que las agobia, y hacer cesar la discriminación, son tareas necesarias y urgentes. Creo que hay consenso al respecto y que se ha venido avanzando.

Llego, entonces, a la discusión que me interesa. Me refiero a las estrategias de discriminación positiva previstas en la Constitución. El acceso preferencial a la educación superior o al empleo son ejemplos clásicos. 

En los Estados Unidos el debate judicial y académico ha sido intenso. En contra del mecanismo se ha dicho que en el intento de corregir situaciones injustas se cometen actos de injusticia, como cuando el postulante blanco, que tiene mejores cualificaciones que el negro o hispano para obtener el cupo universitario o el empleo, no lo consigue porque se aplica una regla de preferencia para miembros de minorías étnicas. También  que la discriminación positiva no resuelve el conflicto racial sino que lo exacerba, y que, en última instancia, no se corrige el racismo con políticas racistas.

El argumento fundamental para validar estos sistemas de preferencia en favor de grupos discriminados por cualquier motivo -raza, género u orientación sexual- consiste en que utilizarlos favorece el pluralismo y la integración social. Creo que esta posición es correcta. Bajo circunstancias adecuadas, el encuentro con los  “otros” puede  servir para disipar prejuicios y construir comunidad en la diversidad. La ley de cuotas, para propiciar el avance de la mujer en el campo laboral, ha tenido éxito.

Pero como lo señalé la semana pasada, en el caso de la aplicación de reglas de preferencia por factores étnicos se presenta un problema difícil de resolver, en particular en el caso de la población negra. Cierto es que hay negros “puros”, sobre todo en el  Chocó, en ciertas partes del Cauca, en la isla de Providencia y en San Basilio de Palenque. Pero una proporción, que imagino mayoritaria, no es negra sino mulata. Basta asomarse al distrito de Agua Blanca en Cali para constatarlo.

El reto, entonces, consiste en evitar que este segmento de la población padezca doble discriminación. Primero, por negra, y, luego, por mulata.

Por eso me parece que hay que prescindir de certificados de pertenencia a la etnia emitidos por cualquier tipo de autoridad comunitaria o estatal. Más bien habría que fijarse, al conceder beneficios como los que existen en el campo educativo, en la historia personal del peticionario y en su situación económica. En fin de cuentas uno es, en buena parte, lo que se siente; y atacar la pobreza es un objetivo que siempre debe perseguirse. ¿Ustedes que piensan?