Este texto es para un grupo de apoyo. Estas palabras podrían leerse en voz alta, tal vez en un salón comunal cualquiera. Una docena de personas miran al piso mientras oyen el testimonio de un alma que habitó callejones oscuros, pero que ahora marca en el calendario su racha de mejores días. Esta columna es para tuiteros activos, aspirantes a extuiteros y tuiteros en pena.
Los tuiteros solemos ser reiterativos. Repetimos los cuentos, contamos varias versiones de la misma historia. Las mías sobre Twitter podrían condensarse en un hilo, ese formato de tuits conectados que empezó como genialidad y hoy se lee como suplicio. Para tranquilidad del lector, acá dejo solamente los titulares: abrí mi cuenta en 2009, trabajé en la compañía entre 2015 y 2017, prediqué a los cuatro vientos las virtudes de la libertad de expresión en la plataforma, conquisté la lista de tendencias con La Mesa de Centro, y he terminado metido –por voluntad propia y ajena– en más de una tormenta tuitera.
“Lo veo con cierta tristeza”, me dijo esta semana el activista digital argentino Javier Pallero. “Creo que quienes se quedan ahí lo hacen por una mezcla de masoquismo y romanticismo” (vean la conversación en CHCH). Así es. En Twitter todavía está Javier, ahí sigo yo, han llegado otros y aún deambulan veteranos y veteranas del #FollowFriday. Sin embargo, muchos se fueron sin despedirse, otros viejos conocidos están pero no aparecen en el vecindario y, sobre todo, quienes aún se asoman a decir algo sienten el temor de un transeúnte a la espera de un tiroteo.
Aunque esta decadencia no empezó cuando Elon Musk compró Twitter, que la red social terminara en manos de un trol tampoco fue de gran ayuda (eso sí, es el desenlace kármico de la trama). En el afán obligado de encontrar un modelo de negocio, Musk rompió el sistema de verificación y las reglas de autenticidad que, sin ser perfectas, permitían entender la diferencia entre perfiles auténticos, suplantaciones y parodias. Ahora Twitter cobra por sellos de colores e insignias de cuentas propias y afiliadas, que lejos de asomarse como una fuente de ingreso se convirtieron en otro frente de bodegas y estafadores.
En menos de seis meses, el fundador de Tesla incrementó los problemas de la plataforma e inventó otros: atacó y despachó a cientos de empleados; desmontó los equipos de seguridad y confianza que intentaban controlar el hostigamiento y la propaganda; bloqueó arbitrariamente cuentas y links externos; cambió sobre la marcha las reglas comunitarias; ajustó el algoritmo para que sus tuits salieran en todas las sopas, y reemplazó temporalmente el logo del pájaro azul por una criptomoneda con la que tiene una disputa legal. De su promesa de crear un ecosistema sin censura –una bandera que capturó de manera hipócrita la derecha norteamericana– sólo está quedando el ambiente de un baño público.
Hace una semana Twitter divulgó una parte del algoritmo del sistema de recomendaciones. Aunque Musk lo anunció como una demostración de su compromiso con la transparencia, lo cierto es que ni el código está completo ni significa que la plataforma se haya vuelto de fuente abierta (es decir, no es un programa cuyo uso y modificación estén a disposición de todos los desarrolladores). No obstante, esta divulgación sí ofrece una ventana para entender –y confirmar– la forma como esta red social consolidó un producto que premia el autobombo, el tribalismo y la diferencia.
De la matrix de código que se conoció se destacan varios elementos: es más importante tener ‘likes’ y retuits que respuestas; los enlaces externos se consideran spam, a menos que vengan de una cuenta con interacción relevante; las recomendaciones se organizan alrededor de clústers de perfiles similares; que te dejen de seguir o te silencien afecta tus posibilidades de éxito.
La receta del algoritmo incentiva y retroalimenta una discusión pública para los más vociferantes. Como explica el académico Chris Bail, la polarización resultante no refleja el verdadero estado de las diferencias sociales, sino que amplifica a quienes están dispuestos a ser más viscerales y crudos, o a quienes se ubican en los extremos de cualquier debate –los cazadores de márgenes–.
No es casualidad entonces que Twitter se haya convertido en territorio de policías de la moral, conspiradores, militantes y troles. Si bien muchos de los ingredientes del algoritmo venían desde antes, con el paso del tiempo aumentó el poder de los incumbentes, subió la barrera de entrada al club del éxito y se perpetuó el ciclo de la influencia. Por esa misma razón, sustituir Twitter por otra alternativa resulta complicado. “El internet social se osificó hace tiempo”, afirma el diseñador Ian Bogost. La economía de escala de cualquier red social dificulta el salto a otro espacio, pero así mismo lo frena el algoritmo: la clave ya no está en la recomendación del prójimo sino en la señal de la máquina.
Hace unos meses, el filósofo y neurocientífico Sam Harris abandonó Twitter. Para un intelectual de su talla, con trayectoria de sobra y más de un millón y medio de seguidores, sus razones suenan tan pueriles y coloquiales como las del mortal tuitero que escribe estas líneas: “Básicamente creé un infierno para mí mismo en Twitter. La mayoría del tiempo era pura cacofonía (…) Era tan oscuro que estaba preocupado de que me estaba dando una visión muy negativa y pegajosa de la humanidad”. A este guía espiritual, una pelea en Twitter le dañaba la cena familiar; una acusación infundada lo dejaba enganchado a su celular planeando alguna respuesta: “Cualquier cosa podía pasar; el siguiente tuit era siempre una oportunidad para complicar mi vida (…) Nunca tendría encuentros cara a cara tan maliciosos, deshonestos y extraños”.
En mi calendario no llevo la contabilidad de días sobrio sin Twitter, lo cual me parece aún imposible. Registro, más bien, los fines de semana que desaparece de mi celular, el tiempo de indignaciones que logro recortar, las veces que no cedo a la provocación inmediata de devolver un golpe. Tuiteo menos y comparto links externos que no le interesan al algoritmo. Arrastro los pies. Lo hago tal vez con la misma tristeza de Javier. ¿A dónde iremos los huérfanos del texto? ¿En qué quedará el simple intercambio de palabras en Internet? ¿Dónde podremos debatir sin puñal? No sé. Antes de irse, antes de que apaguen las luces, dejen sus nuevas coordenadas en un tuit.