Para la mayoría de las parejas ir a una ecografía es un evento placentero. Muchas lo equiparan con una pequeña cita prenatal con el bebé y van preparadas para reirse de sus monerías, grabarlo en dvd y salir del consultorio con los mil perendengues de memorabilia que les ofrecen. Para mi era la antesala del infierno. Sudaba frío tres días antes, me daba taquicardia. No era para menos.
En un sonograma de rutina un médico puede diagnosticar decenas de malformaciones fetales, cada una con u nombre más tétrico que el anterior: exencefalia, anencefalia, espina bífida, trisomía 21. Algunas de estas pueden ser incompatibles con la vida, pero en la mayoría de los casos sus efectos no son predecibles. Pongamos un ejemplo, el síndrome de down (trisomia 21) es detectable en el embarazo, pero es imposible definir su gravedad. El niño podría tener una vida relativamente normal o morir rápidamente por complicaciones derivadas de la malformación. Nadie lo sabe.
La Corte Constitucional decidió que la madre podía abortar si el feto tiene una malformación incompatible con la vida. Hasta ahí llegó. Son los médicos los que están obligados a calificar la malformación como “incompatible con la vida” y dar luz verde para el aborto. Es una decisión complicada, desgarradora en muchos casos, tanto para el médico como para la paciente. Y la respuesta depende, en gran parte, en la forma en que se enmarque el dilema.
Los activistas a favor de la legalización, prefieren usar términos suaves. No es un aborto, es un “procedimiento” o un terminación voluntaria del embarazo. El bebé es un feto o un nasciturus. El problema es de salud pública, de derechos de la mujer, nunca un dilema ético. Cada mujer puede decidir sobre su cuerpo. Así como se puede decidir implantarse un par de siliconas puede terminar voluntariamente el embarazo. El caso de las malformaciones lo enmarcan en la piedad, “es mejor que no sufra”.
Los “pro-vida”, en cambio, enmarcan el dilema en un caso de asesinato. El feto no es un feto, es un niño. Y el “procedimiento para terminar el embarazo” es equiparable a clavarle un puñal a un recién nacido. Abortar por la razón que sea, no se diferencia de la decisión de quitarle la vida a un vecino. La estrategia está llena de imágenes de fetos aplastados, de apelaciones al infierno y de mucha culpa, cruces y símiles con la eugenesia nazi.
Por fortuna no tuve que afrontar el dilema de tener un niño con una malformación, pero el dilema no me es ajeno. Ir a una ecografía sabiendo que uno puede salir de ahí con un diagnóstico terrible es estar en la antesala del dilema. No sé quien de los dos tiene la razón, ni si el tema es de salud pública o de los derechos de la mujer. No sé si esta bien matar a un niño no nacido para evitarle un sufrimiento futuro o para evitarse a uno mismo la tarea de criarlo. No se nada.