Resulta curioso que en Colombia, el país más desigual de América Latina, y uno de los más desiguales del mundo, se estén vendiendo carros como pan caliente. Un confidencial de la revista Semana nos da la pésima noticia de que en tres años en Bogotá viviremos en apocalipsis. A los 540.000 carros que hoy circulan en Bogotá, se le sumarán en promedio 180.000 cada año, lo que quiere decir que para 2014 nadie se podrá mover de su casa. En el resto del país las cifras son parecidas. Cada año están ingresando a las calles en total 250.000 automotores. Las explicaciones de los economistas son sencillas: el dólar sigue bajo, hay incentivos bancarios para endeudarse, y el fracaso y mediocridad del transporte público siguen empujando a la gente a comprar su propio vehículo. Y al parecer nadie lo puede parar porque de todas las religiones vigentes, la del mercado es la que más fanatismo suscita.
Para nuestra desgracia, el carro es el símbolo de las aspiraciones populares. Hace años, antes de que yo aprendiera siquiera a manejar, me decía un amigo que conducir un carro era esencial para la autoestima. Y una amiga me sugirió que antes de comprar cualquier automóvil de la gama barata hiciera la prueba de montarme por un momento en un BMW y pensara “esto es lo que yo me merezco”. En realidad, manejar me pareció una experiencia frustrante, amarga y muy pronto la dejé. Desde hace diez años ando a pie, que es el único modo de andar en Bogotá, y preferiblemente en botas pantaneras, lo que yo llamo, el look Samuel.
Vivimos en una sociedad desigual y precaria en oportunidades, cuyo equívoco es creer que el carro es la prueba ácida del ascenso social, de que la clase media está creciendo. En realidad los carros que pululan prueban lo contrario: que ante la falta de un real esquema de democratización en la sociedad, cada uno toma lo que puede para paliar la frustración. Y supongo que casi siempre es un carro. En sociedades desiguales, es imposible que exista un sentido de lo colectivo. Por eso sólo en sociedades donde la clase media es un hecho real, donde hay un sentido de lo público, la gente puede vivir sin carro, y subirse la autoestima, caminando o en una bicicleta. Porque cualquiera puede tenerlo, cualquiera puede prescindir de él.
Lo que se viene es una catástrofe anunciada. Porque a la masiva adquisición de carros, se suma la lujuria con la que los sectores más pudientes se han motorizado, para eludir restricciones. Y no parece que el Metro, ni los nuevos transmilenios sirvan de paliativos. Hay que ver a Medellín que aún con su muy eficiente Metro, está igualmente saturada de vehículos. Y si la solución es hacer nuevas vías, creo que vamos tarde. Nuestras ciudades tienen calles de pueblo andaluz, pero sus ciudadanos actúan como si vivieran en Miami. En últimas, hay dos modelos en colisión: el urbanístico, pensado por y para pigmeos, y el de unas clases medias empobrecidas que buscan desesperadamente sobrevivir en esta sociedad de consumo.