Se discute ahora en el congreso la reforma a la ley 418 de orden público. El artículo 17 del proyecto contempla la posibilidad de darle al presidente de la República facultades para indultar a personas privadas de la libertad por la comisión de delitos en el marco del estallido social del 2021.

Es probable que, después de las imágenes de los indígenas embera golpeando atrozmente a patrulleros de la policía, la iniciativa no pase, porque además necesita mayorías cualificadas. Sin embargo, creo que se trata de una buena idea.

El senador Ariel Ávila, ponente de la iniciativa, ha presentado un argumento convincente. Si la política de paz total, por la que votaron la mayoría de los ciudadanos al elegir a Petro como presidente, implica beneficios jurídicos para grupos al margen de la ley, sería también aceptable dárselos a personas que no tienen una conducta sistemáticamente delictiva, sino que cometieron actos violentos en el marco de la protesta.

Pero más allá de este argumento, la iniciativa pone sobre la mesa una discusión que casi ninguna sociedad democrática del mundo tiene la madurez para dar: la compleja relación entre la violencia y la protesta social.

De entrada, parece razonable creer que lo correcto es condenar la violencia venga de donde venga. Incluso sería la actitud correcta. Partiríamos de principios y no de sentimientos o preferencias subjetivas y circunstanciales.

Obviamente, la violencia es condenable, pero el mundo real, que no es el mundo de los principios, es opaco y ambiguo. En concreto, el problema de condenar la violencia venga de donde venga es que en el mundo real existe una violencia establecida que solemos naturalizar y tomar por dada para siempre. Esta violencia establecida se refleja en la exclusión social, la pobreza, el racismo y las discriminaciones de género.

La violencia establecida en la exclusión social es, además, una violencia doble. Implica, en primer lugar, que para muchos individuos humanos el hecho de vivir su vida significa un permanente daño sobre sí mismos. Y, en segundo lugar, casi nunca es reconocida ni vista como violencia debido a la naturalidad con la que la asumimos. 

Así, la condena abstracta y universal de la violencia ‘venga de donde venga’ suele ignorar la violencia establecida en las relaciones sociales. Por eso, esta actitud que parecía la más consecuente es, de hecho, la más inconsecuente: restringe el ‘venga de donde venga’ solo a sujetos individuales y cierra de entrada la posibilidad de que la violencia pueda provenir de un orden social establecido
Al final, esa condena general y abstracta de la violencia puede terminar siendo cómplice de la violencia establecida. 

Podría objetarse que la equiparación entre la discriminación y la violencia es superflua. Que la pobreza o el racismo no es igual al daño físico directo sobre una persona. Tal objeción no solo es errada, sino, hasta cierto punto, cínica. Quienes la elevan suelen denominar ‘violencia’ al grafitti, al vidrio roto y a la destrucción de los bienes materiales.

El hecho de que para muchas personas el grafitti sea violento, mientras que la pobreza y la exclusión no, refleja con exhaustivo detalle la violencia establecida de la que se habla aquí: la humanización de las cosas y la cosificación de las personas.

La protesta se efectúa con la violencia establecida como trasfondo. Esto no exime a los protestantes de responsabilidad moral, jurídica y política. Incluso es posible establecer, así sea de forma provisional, límites éticos a la violencia de la protesta: quizá no sea lo mismo romper un vidrio, bloquear una vía o destruir vehículos sin personas a quemar un CAI con policías adentro o golpear en la cabeza a una patrullera indefensa. En efecto, la violencia establecida no produce como un efecto mecánico la violencia de la protesta. Pero todo esto sí debe hacernos cambiar la lógica de nuestro juicio de las acciones violentas durante la protesta.

El punto es que, normalmente, las sociedades suelen juzgar la violencia de la protesta como un hecho aislado. Vemos el hecho violento de la protesta como una foto estática y congelada en el tiempo, pero a veces hace falta ver todo el video. Es posible que, después de ver todo el video, la violencia de la protesta nos siga pareciendo inaceptable. 

No se trata de dejar de juzgar la violencia de la protesta, sino de poner nuestros ojos en un horizonte más amplio, para así poder juzgar mejor. Me parece que esa es la invitación que subyace a la iniciativa. No es indultar a todo el mundo porque sí, sino de cambiar la perspectiva y los elementos de análisis para emitir un juicio más complejo y más completo.

Profesor Asistente del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes. Doctor en filosofía de la Universidad de Bonn. Doctor en Estudios Políticos de la Universidad Nacional de Colombia.