Autor: Martha Peña Preciado, médica y neuróloga de la Universidad Nacional de Colombia. Es experta en Esclerósis Latera Amiotrófica (ELA).

Ejercer la medicina en la Grecia del siglo V exigía jurar por los dioses Apolo, Ascepio, Higiea y Obacea. En ese juramento nosotras las médicas y los médicos nos comprometíamos a no administrar sustancias que puedan generar la muerte o el aborto, pero también considerábamos que quienes eran esclavos también requerían atención médica. El juramento hipocrático ha sido actualizado dos veces, la primera en 1948 y la segunda en 2017, actualmente enlista las promesas que cada médico o médica asume de forma libre y honorable pensando su vida y el servicio a la humanidad.

Es anacrónico en el año 2023 pensar y desarrollar la profesión médica como un ejercicio de poder en el que la vida se considera un deber y no como un derecho. No es posible minimizar el sufrimiento a una realidad subjetiva que simplemente debemos soportar. Ya no son tiempos en los que el médico o la médica pueden evadir su responsabilidad ante las decisiones autónomas de las personas que experimentan alguna enfermedad, pensando que la dignidad es de un solo matiz, el de la moralidad personal del profesional.

En 1999, cuando me graduaba como médica cirujana junto con 120 de mis compañeros juramos con solemnidad, entre muchas cosas, respetar, velar la salud y el bienestar de nuestros pacientes, haciendo mención de su autonomía. No permitiríamos que consideraciones de edad, enfermedad o incapacidad, credo, origen étnico, sexo, nacionalidad, afiliación política, raza, orientación sexual, clase social o cualquier otro factor se interpusieran entre nuestros deberes y nuestros pacientes.

Sobreponer mis creencias a mi deber profesional frente a las personas enfermas limita el beneficio que puede ofrecerse a los individuos, a su familia, a los cuidadores y a la comunidad desde el conocimiento actual científico y humanístico. Peor aún, puedo incurrir en vulnerar los derechos de alguien que ya se encuentra en situación de vulnerabilidad.

El modelo vitalista, aquel que dice proteger la vida a toda costa, corre el riesgo de omitir la dimensión del sufrimiento psíquico y físico de las personas, por tanto prioriza la sumisión del individuo a un valor de incrustación cultural. Primum non nocere, que en latín significa: primero no hacer daño, no siempre se corresponde con conservar la vida, específicamente cuando la vida para la persona ya no se corresponde con su ideal de existencia. Acompañar y asistir la muerte voluntaria de alguien que ve su situación incompatible con su idea de dignidad no nos hace contrarios a la ética del cuidado, atender su malestar emocional y existencial cuando se carece de la opción de no morir, garantizando una muerte segura y protegida nos hace solidarios, libres e iguales.

No juré a Apolo, Ascepio, Higiea o Obacea; prometí fundamentalmente respetar los derechos humanos de quienes enfermos esperan que pueda paliarles su doloroso camino a morir. Ninguno de nosotros espera morir y menos morir mal. Pero moriremos igual. Escoger conscientemente cuando y cerca de quien morir es un derecho y un acto solidario de los médicos y las médicas.