Escena 1
Julio Sánchez Cristo mira los ratings de los canales privados en los horarios prime y le pregunta con angustia a sus colegas de la mesa ¿Dónde están los televidentes? Que de rumba, que era día de compras en navidad, que es catorce y no han pagado, contestan ellos. Rara vez, mencionan lo que es evidente: que la gente aburrida está migrando a Internet. Probablemente, los jóvenes están haciendo streaming, pirateando, hablándose unos a otros en la nueva calle del barrio que existe en el mundo virtual. Señales ineludibles de una nueva realidad. Se acabó el monopolio mediático: son pocos, muy pocos, los que todavía están condenados a ver televisión nacional. Pero un día Julito y los programadores se van a levantar y no quedará nadie. Lo paradójico es que, en la época de Internet, los canales privados se refugien en la reproducción de series importadas. Como si pudiera existir una versión Colombiana de Breaking Bad, o mejor, como si la versión Colombiana de Breaking Bad no implicara una historia diferente: la de las buenas familias que en los ochentas y noventas se involucraron con el narcotráfico y el paramilitarismo, y ya no pudieron escapar. La pregunta relevante, Julito, es: ¿Dónde está “La mujer del Presidente” o la “Alternativa del Escorpión” o “Don Chinche”? Están en HBO (o en su versión pirata), y allá también están los televidentes.
Escena 2
Pilar Castaño publica un libro y las ilustraciones son encomendadas a una joven de una familia de bien, educada en buen colegio privado, y financiada para realizar sus estudios en el exterior. Las ilustraciones resultan un plagio de artistas extranjeros. El escandalo estalla y todos se indignan. ¿Qué pasó ahí? A la joven ilustradora se le olvidó que Internet existía. Su historia es la historia de una élite en desgracia, de la crisis del privilegio simbólico, de la primera revolución de este siglo. Cuentan las historias de los maestros Jorge Larreamendy-Joerns y Marcelo Auday, que en los ochentas existía una clase intelectual que viajaba al exterior, y traía libros y discos de difícil acceso, y que eso les bastaba para ser considerados una élite en su propio derecho. Esa historia no se repite más.
Escena 3
Mi grupo de investigación realiza un estudio en un colegio de Bogotá. Se trata de usar video juegos para ilustrar las vivencias de los refugiados, y después extender la reflexión a problemáticas actuales de nuestro contexto como el desplazamiento. Hemos elegido utilizar un video juego desarrollado por la ONU. Al llegar a la sala de computadores del colegio donde vamos a trabajar, no lo podemos instalar: los juegos están en una lista de sitios prohibidos. “Política de la institución”, nos dice el profesor que amablemente nos ha ofrecido el espacio para realizar nuestra investigación. La lista incluye todos los sitios a los que un adulto normal no podría renunciar (e.g., youtube, Wikipedia, Facebook), y otros que, como los juegos, tampoco tienen nada de malo. La separación entre educación y vida, y el temor a Internet, condenan a los niños a ver la televisión nacional de los canales privados, y a morir ignorantes de las posibilidades de los nuevos medios. Es como decirles: nunca te gustará el Jazz, nunca conocerás otro idioma, nunca serás un artista.
Los Nuevos Pobres
Como me lo recordó hace poco un estudiante en clase, Internet está modificando las definiciones de clase, al menos en el nivel simbólico. La producción simbólica, el software libre, los video juegos indie, han convertido a los consumidores en productores, y han nivelado el campo de lo que implica ser un intelectual, un artista. A diferencia del futbol, donde el que juega juega, o las matemáticas, donde el que entiende entiende, los mercados intelectuales son susceptibles de imperfecciones, de sesgos. Es más fácil ser un escritor si uno es hijo de un artista. No hay una medida fácil, la evaluación siempre es ambigua. La pretensión es fácilmente confundida con el talento. Por esto, la movilidad económica es más fácil que la movilidad simbólica. Un traqueto puede tener dinero, pero no empezará de la noche a la mañana a ser bienvenido en los museos. Internet ha hecho que muchas de las fronteras existentes en el pasado se hayan debilitado. Eso ha generado dos tipos de ciudadanos: los que no tienen internet y los que la tienen. Los que ven películas subtituladas, y los que las detestan. Unos más pobres que otros en su experiencia y posibilidades. Lo triste es que, cuando en los colegios restringen Internet, cuando enseñan el temor a los contenidos digitales, los están condenando sin saber a este nuevo tipo de pobreza.