La marcha del martes 14 fue un fracaso para el Gobierno Nacional. Pero lo peor no fue la manifestación (pequeña comparada con la del 15, y seguramente frustrante para el Gobierno), sino el discurso desde el balcón de la presidencia, en el que el presidente justificó sus reformas con una versión engañosa de la historia de Colombia.
En una excelente columna en La Silla Vacía, Andrés Parra expuso algunos de los argumentos que servirían para justificar una marcha convocada por un gobierno. Estas manifestaciones serían legítimas, explica Andrés, si no implican una sustitución de los mecanismos democráticos de toma de decisiones, si no son una presión ilegítima del Gobierno al Congreso y si no involucran una identificación entre el gobierno y “el pueblo” que ponga en riesgo el carácter temporal y limitado de la administración.
Por supuesto, la marcha no sustituyó al Congreso. La Constitución es clara en que las leyes se aprueban siguiendo un trámite parlamentario que no requiere manifestaciones de apoyo popular.
Sin embargo, el presidente sí intentó, con su discurso, ponerle un disfraz semi-institucional a la manifestación en su apoyo. Así, habló de que las personas reunidas en la Plaza de Armas eran, además de una marcha, una “asamblea popular” a la que su gobierno le iba a hacer un “balance” de gestión.
Con esta referencia a una “asamblea popular”, descabellada en una democracia participativa y representativa, y completamente extraña a nuestra Constitución, el presidente parece estar naturalizando una narrativa en la que “el pueblo”, al ser convocado por el líder, se organiza en unas instituciones paralelas a las instituciones constitucionales para deliberar o “discutir en las calles” las reformas. Esta “discusión” se limita, por supuesto, a oír al presidente y a aplaudir lo que él diga, así no signifique nada (“la palabra ‘cambio’, cambia eso. Es precisamente salir de la sin-salida para tener unas perspectivas hacia adelante. La definición de ‘por qué podemos salir de las sin-esperanza para pasar a la esperanza, a la ilusión’. Ilusión que no es posible si no hay acción”).
En su discurso, el presidente sí amenazó a las otras instituciones. Dijo: “aquí llegó el momento de levantarse: el Presidente de la República de Colombia invita a su pueblo a levantarse, a no arrodillarse, a convertirse en una multitud consciente de que tiene en sus manos el futuro… el presente; que puede tener en sus manos el poder. (…) Quiero a una sociedad colombiana empoderada, independiente del Gobierno. Si fallamos ¡pasen por encima de nosotros!”.
Con esto, el presidente (que habla menos como jefe de estado que como agitador social) repitió el motivo de la “no arrodillada,” y exhortó a sus seguidores a que, en caso de que las instituciones no aprueben las reformas a las que se refirió en su discurso, “les pasen por encima”. No tenemos por qué hacer una lectura de estas palabras que las minimice, que las vuelva ambiguas, o que las vuelva otra cosa: el presidente volvió a amenazar a los otros poderes públicos, sugiriendo que “el pueblo” levantado puede –y, lo que es más grave, debe– pasarles por encima a las instituciones constitucionales en caso de que no cumplan la voluntad popular, expresada en marchas pequeñas convocadas por el presidente, y en sus discursos desde un balcón.
Finalmente, está el tercer criterio que propone Andrés Parra: el criterio temporal. Es cierto que el presidente no ha dicho que se quiere quedar en el poder más de cuatro años. Cuando lo insinuó, lo corrigió rápidamente, y no ha propuesto ningún referendo en ese sentido.
Sin embargo, el presidente sí ha dado a entender que su gobierno no hace parte de una sucesión normal del poder presidencial. Para él, el suyo es un gobierno de ruptura mediante el cual el pueblo “volvió al poder”. De hecho, el presidente pretende que su gobierno sea un vehículo para lograr un nuevo “pacto social” (lo dijo en el discurso).
Colombia, por supuesto, ya tiene un pacto social vigente: la Constitución de 1991, que ha sido un instrumento de organización institucional, de revitalización democrática y de desarrollo económico.
El presidente tiene una relación ambigua con la Constitución. Ha dicho la mentira de que fue constituyente, dijo que quiere defenderla (y, hay que reconocerlo, desde que se desmovilizó ha jugado el juego dentro de la Constitución y de las leyes). Pero también sostiene que, en Colombia, antes de que él llegara, el gobierno y el poder habían sido ejercidos de formas antidemocráticas por las élites más privilegiadas (unas élites distintas, uno se imagina, a aquellas con quienes el presidente se ha dedicado a hacer pactos clientelistas).
De hecho, si uno oye con atención el discurso, el declive antidemocrático de Colombia (ese que él y su gobierno popular han llegado para corregir, y que con tanta emoción denuncia) coincide casi exactamente con la Constitución de 1991, y, especialmente, con el modelo económico que contiene.
El presidente, que identifica su gobierno no sólo con un momento de cambio para Colombia sino para el mundo (el cambio climático, o, como él dice falsamente, “los tiempos de la extinción de la humanidad”), ha decidido que el enemigo del pueblo y del gobierno no es otro que ese fantasma al que él y otros tantos como él identifican con el “neoliberalismo”.
Para el presidente, a pesar de que reconoce que “ya van 75 años de violencia permanente en Colombia”, el neoliberalismo (un invento muchísimo más reciente) nos hizo “profundamente desiguales, nos volvimos profundamente violentos”. Y, gracias él, la pobreza y el hambre “se adueñaron del territorio nacional”.
Antes del “neoliberalismo”, parece insinuar el presidente, Colombia no era “profundamente” violenta, y no había ni hambre ni pobreza. El presidente también le echa la culpa al neoliberalismo de la “degradación de la política en corrupción” y de haber llevado, casi, a “la desintegración de la Nación”. Esto es patético, viniendo de un gobernante que ha hecho pactos con todos los partidos tradicionales, y de un hombre que sufrió en su propio cuerpo la violencia política de los años 80.
Con este discurso, que para mí ha sido el peor y el más mentiroso de los que le he oído, el presidente muestra una imagen de la historia reciente de Colombia que no se compadece con la realidad para justificar las reformas a la salud y al régimen de protección social que ha propuesto. La desigualdad –que ha aumentado y que se debe corregir con reformas como la tributaria– no es una razón admisible para reformar una serie de instituciones que han hecho que la vida de las personas más pobres y más excluidas sea más larga, más sana y mejor.
Desde la Constitución de 1991, y gracias, en gran medida, al modelo social de mercado y de intervención estatal que hizo posible, los derechos sociales y económicos que la Constitución se inventó se han materializado para millones de colombianos. De hecho, el llamado “neoliberalismo” que señala el presidente ha coincidido, paradójicamente, con un aumento enorme y muy exitoso de la inversión pública para la prestación de servicios sociales a través de las instituciones que, precisamente, el presidente quiere reformar, y no, como sería previsible, de una disminución en el tamaño y las funciones del Estado.
Así lo ha explicado el ministro de hacienda, José Antonio Ocampo:
El aumento del gasto público social en la década de los años noventa, como materialización de las promesas de ampliar los derechos sociales incorporados en la Constitución de 1991, produjo nuevos avances. El carácter descentralizado del gasto público hizo posible una mejoría importante de las condiciones sociales en las zonas rurales (…) Esto se capta mejor en el indicador de necesidades básicas insatisfechas, que en cierto sentido es un agregado de la diversidad de carencias que enfrenta la población. Esta brecha había aumentado significativamente hasta 1985, se había reducido levemente entre ese año y 1993, y desde entonces comenzó a mostrar una fuerte tendencia descendente. En algunos casos, como en el de la cobertura de la educación secundaria, la reducción de la brecha sólo se inició a partir de 1993. Otros avances fueron fruto de la reforma de los sistemas de seguridad social. La Ley 100 de 1993 permitió que todas las personas dependientes de los cotizantes al sistema de seguridad social fueran beneficiarios de sus servicios de salud, a lo que se sumó la puesta en marcha, en 1995, del nuevo régimen subsidiado de salud. Como resultado, la cobertura de la seguridad social en salud dio un salto: del 23,9% en 1993 al 57,1% en 1997, y seguiría mejorando, aunque con una marcada dependencia del régimen subsidiado”. (Ocampo, José Antonio. “Un siglo de desarrollo pausado e inequitativo: la economía colombiana, 1910-2010” En: Colombia 1910-2010. Eds. María Teresa Calderón e Isabela Restrepo. P.186-187).
Naturalmente, el gobierno está dividido. La división más grave no parece ser entre aquellos que son progresistas y aquellos que son pragmáticos, sino entre los que se creen la visión de la historia que el presidente narró desde el balcón –la del fracaso de Colombia, la de las décadas perdidas que devastaron a la nación y en las que nada bueno ocurrió– y aquellos que, como Ocampo o Alejandro Gaviria, han visto que Colombia, sus instituciones y sus mecanismos de protección social han logrado garantizar una vida mejor para millones de personas.
El presidente, desde su balcón, ve y describe un país que no existe. Esa visión niega los increíbles avances de Colombia, y, con esa negación, afianza el poder del presidente para reformar lo que sí funciona, al tiempo que su gobierno reproduce los vicios típicos del sistema político colombiano.
Parece que la tarea más importante de sus mejores ministros es corregir esas distorsiones, y tratar, como lo hizo Gaviria en la carta que se filtró y que recoge una visión del sistema de salud que ha expuesto durante años, de decir la verdad.