En tiempo récord, gracias al apoyo de varias organizaciones de la sociedad civil y de La Silla Vacía, Rey Naranjo Editores publicó “La Costa Nostra” de Laura Ardila. Hace menos de dos meses, la autora denunció la negativa de último minuto de Planeta para imprimir el libro. Hoy está, desafiante y con otro sello, en la vitrina de todas las librerías.

“La Costa Nostra” encabeza las ventas de no ficción en Colombia, completó casi diez mil copias vendidas y pronto tendrá una segunda edición. Todo un éxito. Me pregunto, sin embargo, qué porcentaje de compradores lo leerá; quiénes alcanzarán a darle al menos una ojeada antes de que naufrague en la fila de lecturas pendientes —en la mesa de noche o en la sección de la biblioteca de adquisiciones sin estrenar—.

No lo digo solamente por el hecho de que los colombianos leemos poco (entre dos y tres libros al año). En este caso, hay un elemento adicional. El episodio alrededor de “La Costa Nostra” ilustra un riesgo, paradójico y casi inevitable, de la censura: el ruido garantiza el mercadeo y las ventas, pero también aleja al público de la obra. La historia ya no es la historia que cuentan las páginas, sino el intento de silenciarla. La atención se centra en suposiciones y referencias, el público se fatiga y la polémica termina reemplazando el contenido.

Sin que la autora pueda evitarlo, el ganador es a la postre quien impulsó el silenciamiento. En el balance final, la tormenta de críticas y cuestionamientos es un costo menor al lado de la dilución del escrutinio. Una caricatura, una pintura o una fotografía puede trascender la trampa de la distracción de la censura: una mirada es suficiente para entender lo que incomoda. El texto, en cambio, sucumbe al ciclo noticioso y a la cacofonía de versiones, a merced de la persuasión de nuestros atajos mentales. ¿Para qué voy a leer el libro si ya sé de qué se trata?

“La historia no autorizada de los Char”, como lo describe la portada, es un reportaje exhaustivo sobre el negocio de la política en el Caribe y su proyección nacional. Es una constatación actualizada de que el Estado, los recursos oficiales y la influencia pública constituyen un botín irresistible por el que compiten a muerte políticos, empresarios y políticos empresarios. En este cuadro, los Char y su ecosistema de amigos y aliados y enemigos de ocasión —los Gerlein, los Nule, el “Oso Yogui”, Germán Vargas, Mr. Santos, “El Cura” Hoyos, Aida Merlano y un largo etcétera— son la fauna exitosa y decadente.

A partir de “La Costa Nostra”, las nociones convencionales sobre corrupción y clientelismo quedan descalibradas por magnitudes de años luz y, por esa misma vía, cualquier derrotero sobre un cambio político y social empieza a sonar como una tierna anécdota. Ladramos como cachorritos destemplados. Estamos en la selva armados con unas tijeras.
La innovación de los Char radica en la ejecución disciplinada y sostenida del modelo extractivo que otros aparecidos y aficionados apenas logran con escaramuzas. A lo largo de más de treinta años, Fuad Char, su fallecida esposa Adelita Chaljub y los hijos, Arturo, Alejandro y Antonio —”bautizados así en honor a Marco Antonio, a Alejandro Magno y al rey Arturo”—, construyeron un imperio sostenido en cuatro cimientos: la maquinaria electoral, el Estado como extensión de la operación privada, el control absoluto del mensaje y la prestidigitación de cualquier contrariedad judicial.

En el universo de esta familia, las planillas de excel de las campañas son oficios de la Alcaldía y los colores de la administración son los mismos de sus candidatos (como vemos hoy en la Santa Marta de Carlos Caicedo); las licitaciones y las concesiones son elegantes vestidos a la medida de aliados, socios y amigos; los presidentes y jefes de partido peregrinan desde Bogotá para besar el anillo del Don.

Los Char no son simplemente una venta de humo, y a través de las alcaldías sucesivas que se pasan de mano en mano como las llaves del carro (con la elección inminente de Álex en octubre completarán dos décadas al frente) hicieron malecones y avenidas, arreglaron calles y llenaron la ciudad de referentes turísticos. Sus contratistas le regalan monumentos a Barranquilla. Los pobres posan para la foto mientras reciben algún regalo. El Júnior presenta a un crack para la temporada. Olímpica Estéreo anuncia la navidad desde septiembre. En los palcos del Carnaval el candidato presidencial busca votos y suda el whisky.

El costo enterrado de esas obras, la otra cara de la cinta roja, de las obras de caridad y el jolgorio, es una mega-operación de propaganda y compra de periodistas y acróbatas de la opinión —con Mauricio Vargas a la cabeza—. “Milagro en la arenosa”, titulaba Semana en 2008, cuando Álex Char ni siquiera había completado su primer año de gobierno.

La fábrica de buenas noticias viene atornillada con el silencio desafiante de los Char y de empresarios como los Daes. Al estilo del socio de la sala de juntas, los funcionarios y contratistas de la ciudad no le dan explicaciones a nadie. Jamás devuelven mensajes. Le botan el teléfono a la reportera insidiosa. Quienes los conocen cumplen su omertá sin agrietarse. Sin duda, esta muralla dificultó la labor de Ardila: los personajes del libro aparecen lejos, el perfil que se les hace es apenas un retrato hablado.

A todo esto se suma el naufragio de los expedientes judiciales y las denuncias que se pierden de internet como medias que desaparecen de un cajón. No hay rastro de la noticia del Nuevo Herald sobre el atentado contra “Yuyo” Daes y su posible nexo con el narcotráfico. Esa línea jamás se investigó en los despachos. En la Fiscalía la tierra se tragó la indagación contra un aliado de los Char en el escándalo de Odebrecht. En los juzgados se traspapelan las órdenes de archivo y las sentencias.

Empecé a leer “La Costa Nostra” con la idea de encontrar alguna pista sobre la censura que sufrió. Sin embargo, desistí pronto de hacerlo con esa motivación. El libro no trae la prueba reina contra los Char. Las “chivas” periodísticas tampoco son lo más valioso. De hecho, el libro se torna farragoso cuando se pierde en la manigua de nombres y contratos, una especie de pulsión por la táctica de la política local de la que también sufre cada tanto La Silla Vacía, antigua casa periodística de la autora.

El valor de este trabajo va más allá de eso. Por fuera del menudeo, “La Costa Nostra” es un retrato juicioso sobre el poder en Colombia conjugado desde el Caribe. Laura Ardila no solo sorteó obstáculos para verlo impreso, sino que soportó presiones e intimidaciones durante su elaboración.

Cuando decidió cancelar la publicación, editorial Planeta le dijo a Ardila que el texto tenía “importantes riesgos” que no estaba dispuesta a asumir. Es cierto. En el Caribe al que tanto nos gusta ir a vacacionar pasa lo que cuenta el libro. O, más bien, esto implica también que podamos hacerlo. El único riesgo es que te quieras enterar.

Fui periodista de La Silla Vacía y creador de La Mesa de Centro. Hago contenido en Charlas con Charli y soy codirector de Linterna Verde.