Desde hace algunas semanas se ha puesto de moda hablar de impuestos a las iglesias. Quienes quieren que las iglesias sean gravadas hacen una defensa entusiasta del “Estado laico” y sacan a la luz el corazón empresarial y comercial de muchas congregaciones religiosas.

Pero en estos llamados vehementes al laicismo y a la supuesta justicia tributaria hay dos cosas preocupantes: una posición anticlerical febril y adolescente que reproduce todos los vicios y problemas de los que acusa a la religión y una lectura deficiente sobre el posible rol de la religión en las transformaciones sociales y en la búsqueda de la justicia social.

Hay que decir, en primer lugar, que del concepto del “Estado laico” no se sigue necesariamente que las iglesias tengan que pagar impuestos. La razón de ser del Estado laico no es un seso antirreligioso de la Constitución o las autoridades, sino el reconocimiento de la libertad de cultos y la práctica religiosa como un derecho fundamental.

El Estado laico se separa de una religión en particular no porque sea ateo o anticlerical, sino porque, si favorece una religión en particular, puede afectar el derecho de los ciudadanos que practican otra religión.

Frente a esto se dice que las iglesias han perdido su vocación religiosa. Son ahora empresas exitosas de la fe que intervienen en política y por ello deberían pagar impuestos.

No es claro por qué la intervención en política debería ser una actividad sujeta a tributación. De ser así, deberíamos cobrarles impuestos a todos los partidos políticos, crear un cobro por participación en protestas callejeras y expresión de opiniones en internet. Esta propuesta sería aún más ridícula que el ‘protestódromo’, pero las conclusiones ridículas solo se siguen de premisas de su misma naturaleza.

En principio, podría ser más claro gravar una actividad supuestamente religiosa que se ha degradado a actividad comercial. En muchos casos la fe ha convertido en una mercancía, incluso en una mercancía de la industria cultural en el sentido de Adorno y Horkheimer: un espectáculo que no lleva a la reflexión ética, sino que apaga el pensamiento crítico de las personas.

Este no es, sin embargo, el caso de todas las iglesias. Hay iglesias que tienen una labor social significativa. No esa odiosa y superficial caridad que busca limpiar la conciencia de los ricos, sino una auténtica labor social entendida como el fortalecimiento de procesos comunitarios. Es el caso emblemático de las iglesias católicas y cristianas en Buenaventura y en buena parte del litoral pacífico: la construcción de paz y la resistencia a la violencia ejercida por actores armados (incluido el propio Estado) es impensable en esta región sin la labor eclesial y sin el rol de la fe.

Se puede objetar que una buena ley tributaria establecería exenciones para las iglesias con una misión social (así sea meramente caritativa) y las iglesias como templos al enriquecimiento.

La intención es buena, pero no va al corazón jurídico ni político del problema.

Jurídicamente, no es tan difícil hacerle el quite a la ley. Los emporios eclesiales pueden, por ejemplo, inflar los costos operativos y directos de sus obras sociales y con ello pagar una cantidad mínima o nula de impuestos.

Por lo demás, el problema de los líderes religiosos ilegítimamente enriquecidos no radica en que las iglesias no pagan impuestos, sino en que no hay una clara distinción entre el patrimonio personal del pastor y el de la iglesia. La dirección correcta es que los líderes religiosos paguen sus impuestos como personas naturales.

Políticamente, la tesis de gravar a las iglesias es ciega frente al problema de fondo: la así llamada teología de la prosperidad. Es esto, y no la falta de tributación de las iglesias, lo que está detrás de los líderes inescrupulosos que se enriquecen a costa de la fe de la gente.

La teología de la prosperidad es la idea de que el amor de Dios hacia sus hijos se mide en la prosperidad económica alcanzada. Los defensores de la tributación para las iglesias nos dicen que los mercaderes de la fe disfrazan sus intereses comerciales en el lenguaje de la sotana y el púlpito. Pues bien, la teología de la prosperidad no disfraza ni esconde nada, pues amor divino y dinero son para ella equivalentes. Para atacar el fenómeno hay que, al menos, comprenderlo.

Si queremos combatir las prácticas religiosas que se traducen en posiciones políticas excluyentes, antidemocráticas y de extrema derecha, la solución no es poner a las iglesias a tributar. Esta es, de hecho, una solución egoísta: el hiperactivismo de Twitter habrá, ciertamente, limpiado su conciencia, pero el mundo seguirá igual. Incluso las intervenciones políticas de ciertas iglesias favoreciendo a la derecha serán más recurrentes y estarán legitimadas porque, supuestamente, pagan impuestos. El tiro por la culata, pero la conciencia tranquila.

Al final, el activismo anticrlerical progresista será como el cacareado e incomprensiblemente célebre Thoureau: desobedeció civilmente porque no quería pagar un impuesto que favorecía a la esclavitud, fue a la cárcel por ello, pero toda su rebeldía terminó el día en el que su tía (y no él) pagó dicho impuesto. A Thoureau, como al hiperactivismo de Twitter, les importa tener su conciencia tranquila y no transformar el mundo.

Un contrapeso realmente radical de la religión convertida en posición política excluyente y de extrema derecha pasa por una interpretación progresista de las Sagradas Escrituras. Solo así jugaremos en el terreno de la teología de la prosperidad y no le daremos combustible para su discurso de ser perseguidos por un gobierno ‘ateo’ y ‘comunista’.

P.S. El autor de esta columna es agnóstico.      

Profesor Asistente del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes. Doctor en filosofía de la Universidad de Bonn. Doctor en Estudios Políticos de la Universidad Nacional de Colombia.