Lo más importante del reciente discurso para conmemorar el primer año de mandato fue lo que el presidente no dijo.
Como en el célebre cuento de Sherlock Holmes sobre la pérdida de un caballo de carreras y el asesinato de su entrenador, la pista de lo ocurrido –en este caso de lo que está ocurriendo– la ofrece el perro que no ladró.
En el Puente de Boyacá el presidente nos hizo un detallado relato sobre los que consideró han sido los éxitos de su mandato del cambio: la supuesta estabilidad económica, el avance de la paz total, los crecientes presupuestos de la educación, la reforma a la salud, la reforma agraria “sin expropiaciones” y la lucha contra el crimen organizado.
Mejor dicho, siguió más o menos el mismo ritual de siempre, vestido de saco y corbata en las gélidas montañas boyacenses y leyendo un discurso de presidente burgués donde defendió su gestión con la grandilocuencia de sus predecesores y con el escepticismo aburrido de un público al borde de la hipotermia.
Sin embargo, lo más importante de todo el evento fue lo que el presidente conscientemente evitó y que contaminaba el ambiente de la celebración con la misma intensidad que una flatulencia en un ascensor.
El día antes Nicolás Petro, el primogénito presidencial, –jefe de debate de facto en la costa atlántica durante las presidenciales y punta de lanza para las elecciones de octubre–, en el argot traqueto de los protagonistas, se “reventó”.
Es en realidad una triste historia: un joven doblemente abandonado por su padre, la primera vez cuando era un bebé y la segunda ya siendo un hombre hecho y derecho, sentado en el frío bunker de la fiscalía afrontando varios lustros de cárcel por ayudarle a su progenitor a ser presidente. Porque eso exactamente es lo que le dice a Vicky Dávila en la conmovedora entrevista de Semana: que lo dejaron solo mientras su padre le pedía inmolarse en su nombre.
Ahora, por cuenta del joven Nico, sabemos que la campaña presidencial de Gustavo Petro recibió dinero de narcotraficantes y contratistas cuestionados –quedándose el primogénito con una parte mientras que la otra entraba a las arcas de la campaña sin contabilizarse– y que el presidente conocía de algunos de estos ingresos ilegales, pero quizás no de otros. Sabemos también que los dineros ilícitos pueden llegar a los “15.000 millones de barras”, según se lo recordó el exembajador en Venezuela a la jefe de gabinete, lo cual configuraría una violación estratosférica a los topes de gasto de las campañas presidenciales.
Esto es a todas luces un problema de grueso calibre para el gobierno, casi existencial. A diferencia de ocasiones anteriores donde la violación de los topes traía consigo una palmadita en la mano, por virtud de las recientes modificaciones constitucionales y legales, esta vez acarrea la pérdida del mandato y una dura sanción penal para los involucrados.
El presidente ha reaccionado ante esta monumental crisis sin romper personaje, como dicen en las artes escénicas, por un lado, usando su respetable capacidad retórica para hacerle jiujitsu a sus contradictores y por el otro, simplemente ignorando la realidad.
Lo primero lo intentó en Sincelejo, cuando nos ofreció un performance sofista de antología, reinterpretando para el público contemporáneo todas las excusas de sus pares presidenciales envueltos en situaciones similares, desde Samper (“aquí estoy y aquí me quedo” y “todo fue a mis espaldas”), hasta Uribe (“es un buen muchacho”), pasando por Nixon (“si el presidente lo hace no es un delito”) y culminando con unas adiciones maravillosas de su propia cosecha (“yo no lo crie” y “mis hijos no cometen delitos porque son mis hijos”).
Lo segundo ocurrió en el Puente de Boyacá donde el presidente construyó un universo alternativo donde todo marcha divinamente, el país es potencia mundial de la vida y donde no existen Day y Nico, Marelbys, el Clan Torres, el Hombre Marlboro, el Turco Hilsaca, Máximo Noriega, ni los “15.000 millones de barras” que entraron para financiar por toda la costa atlántica manifestaciones gigantescas marcadas con la P de Petro.
Sin embargo, para infortunio presidencial, la realidad tiene la maldita maña de estar ahí. El Proceso 15.000, como lo han dado por llamar, solo empieza. Dirán, por supuesto, que se trata de un golpe blando, de un ejemplo más de lawfare enfocado a destruir otro gobierno progresista de la región, pero son alegatos estériles. Nada de lo que ha ocurrido se le puede atribuir a la oposición, la cual se ha sentado en la barrera a presenciar fascinada la implosión espontánea del proyecto petrista.
Tal vez una de las manifestaciones más evidentes de la desconexión de la Casa de Nariño con lo que está ocurriendo es la radicación de nuevas iniciativas de reforma, esta vez de educación y servicios públicos, como si las anteriores, la de salud, pensiones y trabajo, hubieran sido aprobadas con aplausos. Si el gobierno estaba amorcillado antes de la confesión de Nico ahora esta tambaleante y recostado en las tablas, como lo confirma la pérdida de varias dignidades estratégicas en las mesas directivas y en las comisiones permanentes del congreso.
Lo sensato sería recoger las velas y amarrarse para lo que seguramente será una tormentosa travesía judicial cuando las revelaciones de los otros alfiles de la campaña empiecen a conocerse. A lo que se le suma la reducción sustancial de la capacidad de maniobra política que se vislumbra por el fracaso anunciado en las elecciones regionales y la caída en la popularidad presidencial.
Pero eso sería pedir demasiado. El desdoblamiento de la personalidad presidencial continuará, con el primer mandatario alternando entre discursos balconeros contra la “oligarquía neoliberal” y presentaciones sobrias donde hace llamados a la unidad nacional, todo mientras máquina la transmutación del Comité Nacional de Participación de los diálogos con el ELN en una especie de asamblea popular que le sirva para impulsar sus reformas y quien sabe que otras cosas más.
Entre tanto el resto del gobierno seguirá empantanado en su propia incompetencia, improvisando soluciones basadas en ideologías desuetas que buscan solucionar problemas inexistentes o mal diagnosticados.
No hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista, dicen por ahí. Este, por fortuna, solo durará tres.