Cuando Alemania metió el gol yo me encerré en el baño a llorar. Tenía diez años. Según mi contabilidad arbitraria, Italia 90 era el primer mundial de fútbol de la Historia. Quiero creer que regresé al televisor antes de que Freddy Rincón colara el balón entre las piernas de Bodo Illgner, pero es posible que lo haya hecho sólo cuando oí los gritos de mi hermana. De la tristeza a la euforia en tiempo de reposición; del fracaso al éxito por cuenta de un puntazo genial o demasiado temerario. No había matices ni razones ni tiempo. Solo drama.
Un mes antes de ese glorioso empate, estalló un carrobomba en Bogotá en el Centro Comercial Niza, a unas pocas cuadras de mi casa. También estalló otro en el barrio Quirigua. Era el día de la madre y hubo 14 muertos. Los atentados obligaron a cancelar mi fiesta de cumpleaños, un partido de fútbol con ponqué y regalos donde la primera competición entre mis amigos y yo sería por los nombres que tendríamos en la cancha: Maradona, el ‘Pibe’, Enzo Francescoli, Romario, Baggio, Gary Lineker… El álbum de Panini era nuestro directorio telefónico de leyendas.
Es posible, sin embargo, que la fiesta se haya cancelado por cualquier otro hecho violento y que no haya sido en mi cumpleaños diez sino en el nueve. En agosto de 1989 habían acribillado a Luis Carlos Galán en Soacha. Ese viernes me fui a dormir con la noticia del atentado y, sin saber muy bien qué hacer con esa mezcla de preocupación y miedo, decidí rezar una oración de las que repetía con displicencia en la misa del colegio. A la mañana siguiente encontré a mi papá doblado en la cama, oyendo radio y mirándose absorto los dedos de las manos. “Se murió”, dijo.
En abril de 1990, unas semanas antes de las bombas del día de la madre y del gol agónico de Rincón, y unos meses después del magnicidio de Galán, un sicario mató a Carlos Pizarro Leongómez. Ese día nos devolvieron temprano del colegio. O tal vez no fue ese jueves que cancelaron las clases sino uno de marzo, cuando un niño descargó su ametralladora en el cuerpo de Bernardo Jaramillo Ossa en el Puente Aéreo de Bogotá. Mientras hacíamos la fila para entrar a los buses y volver a nuestras casas –felices por ese cambio de rutina escolar– hablábamos con propiedad de Mini-Uzi, cantidad de disparos, número de escoltas y suerte del sicario. Incluso teníamos chistes sin gracia que solo servían para amargarle la vida a cualquier adulto:
– Papá, ¡a Higuita le metieron tres tiros!
– ¿¡Cómo?! ¿¡Y cómo está?!
– Se los tapó todos…
La sucesión repetida de asesinatos y bombas en Bogotá ocurrían lo suficientemente lejos para sentirse a salvo, pero tan cerca como para oír a mi mamá decir que ella o mi tía o una amiga de mi tía había pasado por alguna de esas calles cinco minutos antes. Mi papá volvía del centro con historias que parecían despachos de guerra. En televisión pedían recompensas por Pablo Escobar y Gonzalo Rodríguez Gacha (en diciembre de 1989, el Ejército dio de baja a ‘El Mexicano’ desde un helicóptero en Tolú; un muerto que sí celebrábamos). Yo veía la esquina de mi barrio en el noticiero y me sentía importante. Era espectador con ínfulas de protagonista.
La violencia política y social en que creció mi generación no es exclusiva de esos años, por supuesto; no empezó ahí ni terminó después. Sin embargo, en mi caso operó como una bisagra. Yo nací en el primer año de los ochenta, lo cual me parecía contundente en términos numéricos y universales; la década y yo íbamos de la mano. Así, 1990 fue una pequeña graduación, un año donde la política entró a mi cabeza a punta de historias y titulares ensangrentados de la mano de la épica que el fútbol en suerte nos dio y que Freddy Rincón inmortalizó.
Del gol de Rincón me gusta hoy, sobre todo, su puño al aire en el tiro de esquina. La celebración tan sobria y a la vez tan elocuente. El elegante desenlace de una jugada rápida, de una jugadota, con el compás justo entre el tiempo y el espacio. Me gusta el rojo de los uniformes, la montonera, los brazos en jarros de los alemanes. Mejor dicho: me gusta lo que me gustaba a los diez años. El partido y el gol y Rincón ahí, aislados de todo lo demás que estaba pasando alrededor.
Repasando el video de esos minutos finales de Colombia-Alemania, que habré visto sin afán en mi vida unas cien veces, oigo los mensajes de celebración de nuestros angustiados locutores cuando llegó el empate: “Es que no nos lo merecíamos [la derrota]”, repetía William Vinasco; “¡Aleluya!”, gritaba Edgar Perea; “¡Dios es colombiano!”, decía otro. La justicia futbolística mezclada con nuestro sufrimiento, el merecimiento por los golpes recibidos, la luz en medio de tanta oscuridad. Todo el país postrado encima de Freddy Rincón y Freddy Rincón haciendo un gol. Y yo, un niño saltando por ese gol. En directo o en repetición.
Nota. Charlas con Charli regresa el jueves 28 de abril. Pónganse al día aquí.