Por: Lucía Camacho Gutiérrez.
La noticia reciente de la condena a la mujer que profirió comentarios racistas contra la vicepresidenta Francia Márquez hace casi un año atrás nos recuerda que, en materia de libertad de expresión, no todos los discursos merecen el mismo nivel de protección. Al tiempo, eleva una pregunta más espinosa y menos explorada sobre si debería o no el derecho penal ser la herramienta más adecuada para castigar las expresiones racistas.
La libertad de expresión, en tanto que termómetro de la democracia, es un derecho que nos permite manifestar nuestras ideas y pensamientos en opiniones, entre otras cosas. La represión, persecución o censura de esas opiniones obran como un indicador del deterioro en el ejercicio de otros derechos, así como de la pluralidad y diversidad que sirven como pegamentos de la cohesión social.
Es regla que todas las opiniones de las personas gocen de una presunción de protección, pero tal y como sucedió en el caso de Francia Márquez, se encuentran exceptuados de protección los discursos que incluyen, entre otros, las opiniones que reproducen y perpetúan discursos que estigmatizan y discriminan en razón de las características fundamentales de los cuerpos e identidades de las personas.
En materia de libertad de expresión se advierte que los funcionarios públicos deben estar sometidos a un más intenso escrutinio social, pero una cosa es el discurso que estigmatiza a una persona en razón de su pertenencia étnica o racial y que ejerce un cargo público, y otra muy distinta el discurso que cuestiona su actuar en representación del Estado. El segundo es una manifestación protegida, un mecanismo de control democrático en manos de las personas respecto de los actos de los funcionarios públicos, el primero en cambio, un acto claro de discriminación que merece reproche social y legal.
Pero trazar las líneas divisorias entre lo que está permitido y lo que no en materia de libertad de expresión es, en buena medida, reflejo de los valores que democráticamente apreciamos y buscamos que se protejan. Así como también son fruto de ese acuerdo social el tipo de reproche o castigo legal que deben imponerse a quienes emiten opiniones discriminatorias. Como vimos en el caso de Francia, la sanción del discurso racista puede significar incluso la cárcel para la persona que lo profiere.
Quienes defendemos la libertad de expresión solemos llamar la atención sobre la falta de proporcionalidad en la privación de la libertad como medida de castigo para cierto tipo de opiniones lesivas, como lo son la injuria y la calumnia. No es proporcional pues existen alternativas menos gravosas con las cuales podría repararse a la víctima de un atentado contra su honra, por ejemplo, a través de una compensación monetaria o retractación que no significan limitar la libertad de nadie, particularmente en un escenario carcelario tan deshumanizado como el nuestro.
Este tipo de llamados para eliminar el derecho penal como respuesta a las opiniones calumniantes e injuriosas llevan más de dos décadas en nuestra región, aunque en Colombia poco haya cambiado en la legislación penal.
Ahora, ¿deberíamos aceptar que la vía penal sea la herramienta idónea para sancionar al discurso racista? Particularmente creo que, solo en los casos en que la discriminación racial pueda llegar a incitar a la violencia, el derecho penal puede llegar a ser un mecanismo de respuesta para desactivar o desarticular a quienes buscan coordinar ataques para atentar contra la integridad física de otra persona. Pero que no se nos olvide que las cárceles no son centros de rehabilitación, reinserción ni reeducación, por lo que desactivar las ideas e imaginarios sociales en los que se apoya y justifica el racismo precisa de políticas públicas coordinadas y sostenidas de otro orden.
Ahora, ¿es cierto que la cárcel es la única respuesta ejemplarizante para castigar el discurso racista? Al respecto, y con ocasión a otros escenarios, han surgido figuras jurídicas donde la condición ejemplarizante del reproche legal también puede expresarse en sanciones económicas cuantiosas, capaces de tocar significativamente el bolsillo de la parte condenada a pagar, y disuadir con ello a otros que pretendan repetir su mismo comportamiento. De nuevo, emergen otras vías donde la cárcel podría ser eliminada de la ecuación salvo en los casos de incitación a la violencia.
Otra pregunta que podría emerger esta conversación tiene que ver con las redes sociales ¿debería ser más intensa o cuantiosa la condena por haberse difundido el discurso racista en contra de Francia Márquez en un medio de alcance masivo de difusión de contenidos como lo es internet?
Sobre el particular, vale la pena considerar que si bien internet reúne consigo características como el anonimato, la inmediatez y la perdurabilidad de los contenidos que circulan en ella, internet en sí misma no debe ser considerada como una suerte de agravante del discurso racista para, por ejemplo, imponer una pena de cárcel más larga o una multa más cuantiosa, por dos motivos.
Primero, porque en el racismo el principal problema es el mensaje y las ideas e imaginarios que transmite y que representa, y aun cuando el medio (internet) juega un rol clave en la amplificación de ciertos mensajes a la vez que conecta a personas que comparten ideas reprochables que de otra forma estarían aisladas en sus creencias, la difusión del racismo sin importar el medio es igualmente gravosa.
Lo que me lleva al segundo punto, internet no debería ser una suerte de agravante porque el daño del discurso racista no se concreta en el tamaño de la audiencia, sino en la intención de quien lo expresa. Y en materia de discurso, la intención juega un papel determinante. El espacio no permite detenernos en el asunto de la intención, pero ¿qué decir de quienes, por ejemplo, hicieron eco deliberado del mensaje racista contra Márquez?
Por último, el caso de racismo contra la vicepresidenta debería activar una conversación más profunda sobre cuáles deberían ser las respuestas alternativas para hacer frente a un fenómeno históricamente desatendido en nuestro país, si la cárcel “debería ser siempre el último resorte del Estado” ¿qué rol deberían jugar las políticas educativas en estos casos?, ¿qué trabajo deberíamos estar llevando a cabo en nuestras casas, trabajo y colegios? Las preguntas están en orden, ahora urge responderlas