En el Congreso empieza a hacer trámite el proyecto de presupuesto de la Nación para 2022, sin que haya simultáneamente una discusión pública sobre el tema y sin que siquiera en el Congreso se discuta abiertamente. El Gobierno ha logrado que lo único que se debate son los usos de los ingresos que se crearían con la reforma tributaria.
Desde hace meses, la estrategia de comunicación oficial ha consistido en condicionar la ampliación de los beneficios para mitigar los efectos de la pandemia a la aprobación de nuevos impuestos, la cual le ha resultado exitosa porque nadie ha planteado la pregunta de en qué se gastan el resto de los recursos estatales.
En una situación de crisis de las dimensiones de la actual lo primero que debería debatirse son los gastos y las inversiones para identificar cuales, por no ser tan urgentes, pueden aplazarse y cuáles, en cambio deben incrementarse.
El Gobierno de Bogotá hizo el ejercicio y encontró proyectos por más de un billón de pesos que podrían no ejecutarse y le propuso al Concejo aplicarlos a subsidios a los afectados, en cambio, nadie ha siquiera planteado esa discusión en el presupuesto general de la nación.
El Gobierno promete ahorros y recortes, pero en los gastos de funcionamiento y no en los de inversión. Ofrece quitar un poquito allí otro poquito allá, que los viáticos, que los pasajes, pero nada verdaderamente significativo que sea la consecuencia de una revisión de las prioridades en el gasto público.
Hay centenares de proyectos que pueden justificarse en tiempos de normalidad pero que quizás en este momento pueden esperar.
La idea de hacer un nuevo edificio para el Ministerio de Defensa, por ejemplo, quizás podría haber esperado, sin embargo se está ejecutando en medio de la crisis. Hace algunas semanas se demolió el edificio antiguo y debe estar andando el proceso de contratación de la nueva edificación. Es un proyecto que lleva años programándose, pero que hubiera podido sacrificarse para aplicar esos recursos en auxilios dirigidos a mitigar la crisis.
La pandemia obliga a discutir las prioridades de la inversión pública, sin embargo, increíblemente eso ni siquiera se menciona. Al contrario, el Gobierno en el afán propio del último año de mandato acelera algunos proyectos, que con otra lógica, deberían suspenderse.
En los anuncios de recorte de gastos debería incluirse la construcción o remodelación de nuevas sedes que suelen ser proyectos billonarios que no generan ningún retorno en términos de reducción de la pobreza o el desempleo. Ese debería ser un test obligatorio en estos momentos.
Si se aplazara la construcción de la nueva sede de la Fiscalía General de la Nación en Cali se liberaría más de un billón de pesos que podrían aplicarse en un proyecto de incentivos económicos o en la ampliación de los subsidios monetarios. Para medir la dimensión de ese tipo de proyectos basta decir que ese edificio cuesta lo que vale financiar durante dos años el programa de matrícula cero.
Nadie quiere sacrificar nada. Esta semana, otro ejemplo, se encendió el nuevo sistema de iluminación del estadio Pascual Guerrero de Cali, que costó más de 7.000 millones de pesos, que seguramente hubieran quedado mejor aplicados en apoyo a jóvenes que cargan un desempleo tan alto en esa ciudad.
Los planes de inversión de todos los sectores deberían revisarse de acuerdo con las nuevas realidades que generó la pandemia. Otro ejemplo, la Rama Judicial debería redefinir sus planes de construcción de salas de audiencia y otras en frente de las oportunidades que proveen los mecanismos virtuales que permiten que no sean necesarios amplios espacios, sino que plataformas y buena conexión son más útiles y especialmente mucho más baratos.
Todo indica, sin embargo, que ese debate sobre la prioridad de las inversiones públicas no se dará. El presupuesto se volverá a conversar, no debatir, en las oficinas del Ministerio de Hacienda entre algunos técnicos y un puñado de congresistas de las comisiones económicas, que rápidamente se convierten en amigos del Gobierno precisamente porque se convierten en intermediarios de la consecución de recursos para proyectos que en la perspectiva de hoy no son prioritarios.
Tampoco será público el debate para definir cómo se aplicarán los 4 o 5 billones de pesos que la Nación recibirá de más al hacer el balance del año por cuenta de los mayores precios internacionales del petróleo.
Nadie controvierte, ni siquiera la Contraloría, la decisión gubernamental de transferir la propiedad de ISA a Ecopetrol en el marco de un convenio interadministrativo y no mediante un proceso abierto en el que, al menos, puedan intervenir otras entidades mayoritariamente públicas que han manifestado su interés como el Grupo de Energía de Bogotá. ¿Cuánto podría mejorar el precio de ISA con la intervención del GEB? ¿Al menos dos billones? ¿Qué justifica sacrificar ese ingreso en estas circunstancias?
En el proyecto de reforma tributaria no se incluyeron los recursos de la venta de ISA para evadir el debate sobre su asignación.
El Gobierno insiste en la fumigación con glifosato de los cultivos ilícitos que tiene un costo enorme, además de todas las discusiones sobre los efectos dañinos en salud y medio ambiente. Esa actividad se financiaba mayoritariamente con recursos de cooperación internacional durante la ejecución del Plan Colombia. ¿Cuánta plata se apropiará para la fumigación en el presupuesto del 2022? Nadie pregunta, nadie responde.
Desde el proyecto liderado por el exministro Carrasquilla, que generó la enorme reacción social, el Gobierno ha pretendido generar presión, a través de condicionamiento de las asignaciones, para que se apruebe el alza en los impuestos que es necesaria.
Muchos expertos aplauden “la jugadita” porque consideran, con razón, que el debate de las fuentes de recursos debería estar atado a sus usos, pero, claro, el método sería válido si se asumiera como regla general y no solo para el chantaje político.
El debate del presupuesto será, otra vez, clandestino, mientras que con la reforma tributaria simulan un debate abierto. En fin.
Por: Héctor Riveros.