Durante el mandato del Presidente Uribe hubo una activa política de paz aprobada por el Congreso que condujo a la desmovilización de grupos armados de distintas vertientes políticas; en su desarrollo estuvo profundamente implicado el propio Presidente, quien, además, tuvo a su lado un Comisionado de Paz. Todo esto a pesar de que, según la visión del gobierno, no existía un conflicto interno sino, apenas, un amenaza terrorista. Tuvimos, pues, proceso, instituciones y funcionarios para resolver un conflicto inexistente. No es fácil entenderlo.
 
La Administración Santos ha dado en este campo un giro radical: reconocer la existencia del conflicto. Lo hace por una razón pragmática; evitar que en la Ley de Reparación de Víctimas se “cuelen” quienes no lo sean por esa causa sino por acciones de la delincuencia ordinaria. Pero su decisión tiene importancia ideológica: implica aceptar que “esos bandidos y terroristas”, sin dejar de serlo, son también delincuentes políticos que pretenden cambiar por medios violentos la estructura de la sociedad.
 
Esta circunstancia le da todavía mayor importancia al Polo Democrático, el único partido de oposición que ejerce sus actividades políticas con respeto a las reglas previstas en el sistema jurídico, y que no práctica, como la vieja izquierda, la “combinación de las formas de lucha”. De allí la importancia de que el Estado juegue limpio con sus militantes y dirigentes; hacerlo es crucial para el fortalecimiento del sistema democrático.
 
Preocupa en este contexto la suspensión provisional del Alcalde de Bogotá ordenada por el Procurador. Hay que enfatizar ese carácter provisional por cuanto la investigación no ha concluido, y el procesado está cubierto por la presunción de inocencia, razón por la cual la medida debería haberse tomado con prudencia exquisita y sobre la base de que, como dice la Ley, “se evidencien serios elementos de juicio que permitan establecer que la permanencia en el cargo, función o servicio público posibilita la interferencia del autor de la falta en el trámite de la investigación o permite que continúe cometiéndola o que la reitere”.
 
Ignoro si el Alcalde es responsable de las faltas que se le imputan, pero no lo veo tratando de interferir la investigación; menos aun persistiendo en los graves actos de negligencia que se le imputan. Más bien lo que habría que suponer es que, consciente de los severos trastornos causados por la realización de las obras viales, estaría con “las pilas puestas” tratando de que al fin de su mandato los problemas de movilidad estuvieran resueltos, al menos en parte. Por eso la conducta adecuada del Procurador debería haber consistido en agilizar la investigación para, si fuere del caso, destituirlo, no, apenas, suspenderlo provisionalmente.
 
Es lamentable que no haya adoptado este curso de acción. Al suspender al Alcalde Moreno ha quedado atrapado en un dilema cuyos dos extremos son malos. Si al culminar la investigación decide que no hay responsabilidad, se dirá, con buenos argumentos, que se le ha causado una lesión irreversible al Polo justamente cuando se adelanta el proceso electoral. En cambio, si opta por condenarlo, dado que el Procurador ya se ha pronunciado sobre la gravedad de las faltas que le atribuye, podría afirmarse que el fallo resulta viciado por parcialidad.
 
En el clima de exaltación reinante, que resulta comprensible por los episodios de corrupción que nos abruman y por el caos vial, no es fácil discutir con calma. Sin embargo, hay que hacer el esfuerzo. Asumiendo esa postura, debe recordarse que, según el Código Disciplinario, “cuando se tiene el deber jurídico de impedir un resultado, no evitarlo, pudiendo hacerlo, equivale a producirlo”. Como uno de los cargos que se han formulado al Alcalde consiste en que no vigiló la ejecución de seis contratos que estaban a cargo del Instituto de Desarrollo Urbano, es pertinente preguntarse qué tan razonable es pretender que el alcalde de una ciudad gigantesca esté al tanto del cumplimiento de las tareas propias de un ente descentralizado. Con base en mi propia experiencia como servidor estatal, puedo decir que los organismos de control no suelen tener una comprensión clara del funcionamiento de la administración pública. Con frecuencia confunden las responsabilidades colectivas del ente con las personales de quien lo dirige.
 
Por ejemplo, he sido procesado por el delito de fraude procesal consistente en que como presidente de un banco estatal, que en el momento era el más grande del país, me cabía responsabilidad por haber cohonestado la liquidación supuestamente falsa de un préstamo realizada con la intención de perjudicar al deudor. Y tenido que responder como ministro ante la Contraloría por errores cometidos en la transmisión electrónica de la cuenta anual del Ministerio. En ambos casos, se trataba de asuntos que otros funcionarios ejecutaban y a los que otros vigilaban.
 
Menciono no sin rubor estos casos para señalar que algo va de que los servidores estatales respondan por sus actuaciones dolosas o negligentes, a que lo hagan de manera objetiva, simplemente por estar al frente de entidades en las que, como es en última instancia inevitable, se cometen errores y actos mal intencionados.
 
El próximo alcalde de Bogotá tendrá que revisar la estructura administrativa del Distrito, la cual, al menos en el área de infraestructura, ha sido avasallada por la cantidad y complejidad de los problemas que debe afrontar. Igualmente, preocupa la tendencia a que los debates políticos se conviertan, como me parece que está sucediendo en muchos casos, en procesos judiciales o disciplinarios. El Alcalde Moreno puede haber fallado como líder de la cuidad pero ello no necesariamente implica que haya transgredido la ley.