Mientras el presidente de Colombia generaba indignación internacional al justificar uno de los actos terroristas más grotescos de todos los tiempos aquí su gobierno emprendía una ofensiva brutal para demoler la institucionalidad, algo quizás diferente en método, pero no muy disímil en resultado, a lo iniciado por Hamás en contra del estado de Israel.

Porque eso es lo que está ocurriendo: la más grande destrucción institucional de que se tenga memoria, empaquetada para incautos o cómplices con el elegante slogan del cambio.

La primera columna de ataque es la mal llamada reforma a la salud, la cual avanzó la semana pasada a trancazos y con los consabidos vicios de inconstitucionalidad. La mermelada distribuida por barriles ayudó significativamente en la empresa, como también lo hizo la parsimonia gremial del sector, que en un comportamiento inexplicable ni siquiera se dignó a hacer un pronunciamiento público sobre el desastre en ciernes. 

A este gobierno nada le importan las consecuencias de sus actos, embebido como está en el fundamentalismo ideológico. Ya lo hemos dicho en esta columna, pero vale la pena repetirlo: Petro tiene la característica esencial de los fanáticos, la cual consiste, según la definición del diccionario, en la “pasión exacerba e irracional hacia algo”. No es pues, un Nelson Mandela, terrorista a los veinticinco y estadista a los cincuenta. La revolución soñada por el joven caudillo colombiano por allá en la Zipaquirá de los años setenta es la misma que ahora nos pretende imponer de presidente sin importar su evidente anacronía.

Por eso insiste en hacer la reforma agraria y se refiere a ella en los mismos términos en que se podría referir, por ejemplo, Carlos Lleras, sin importar que eso fue hace seis décadas cuando el ochenta por ciento de los colombianos vivían en el campo y el resto en las ciudades y que hoy la proporción es exactamente la inversa. Inclusive invita a movilizaciones campesinas y aspira a crear su propia Anuc –algo que ni siquiera el muy competente Lleras con todo el poder frentenacionalista detrás pudo controlar– y que ahora va a derivar seguramente en invasiones de fincas y más violencia.

Volviendo al sistema de salud, el engendro producto del parto de los montes congresional aspira a parecerse el seguro social de antaño. Así lo confesó con candidez el ministro de salud, quien se declaró admirador de este.  Para la información de todos esos activistas que se llenan la boca hablando de “lo público”, como si fueran cruzados medievales describiendo el santo grial, el seguro social colombiano –ni sus equivalentes en muchas latitudes– funcionó muy bien. Aquí, por lo menos, fue una fuente de politiquería y de corrupción con el pecado no menor de que malcubría solo a una tercera parte de la población. Pero eso es lo que quieren revivir, no porque hubiese funcionado bien el pasado, sino porque encaja dentro de la receta ideológica que nos quieren embutir a como dé lugar.

La batalla contra la realidad que el petrismo libra con tanto ahínco tendrá para los colombianos serias consecuencias. Lo de salud se contará en muertos, muchos miles inevitablemente, pero esos vendrán con el tiempo. Por ahora preocupa otro de los frentes de ataque, el energético. Ya lo del petróleo y gas es bien conocido, un capricho autoflagelante que no contribuye en nada a resolver la crisis climática pero que afectará de manera profunda el desarrollo nacional en las próximas décadas. Mas urgente es el problema del sistema eléctrico, específicamente el fantasma del apagón.

Hace treinta años cuando el sistema público colapsó y nos dejó sin luz creamos en su reemplazo un esquema público-privado que ha sido alabado internacionalmente en numerosas ocasiones. Es, sin duda, un sistema oneroso porque es redundante; aún peor sería quedarse sin energía cuando disminuyen las lluvias. Como ahora. Sin embargo, este sistema, que ha probado su efectividad, debe según el ministro del ramo ser desmontado porque es “neoliberal”. Valga decir que el argumento no se fundamenta en los méritos del sistema sino en que es “neoliberal”, esa palabra que para la izquierda latinoamericana significa todas cosas que no les gustan pero que no saben bien cuales son.

El martillo de demolición de este gobierno se blande, por supuesto, en muchos frentes más. Pensiones, para expropiar el ahorro individual. Trabajo, para fosilizar las relaciones laborales y entronizar el sindicalismo rapaz. Educación, para marchitar las universidades privadas. Seguridad, para sacarse el clavo frente a la fuerza pública y facilitar negociones leoninas con grupos criminales. Economía, para acabar con el “neoliberalismo” what-ever-that-means. Y, obviamente, sobre cuanto sector se le ocurra al señor presidente. Hasta la Federación Nacional de Cafeteros, una de las más venerables y democráticas instituciones del país está en la mira.

Habrá quienes creen de buena fe que estos cambios son convenientes y otros que cándidamente consideran que “no hay que acorralar al presidente para que no se radicalice”, como si no estuviera radicalizado desde 1977. Ambos se equivocan.

A este gobierno le quedan dos años y diez meses de mandato. La gran demolición no es tanto una estrategia para construir algo sino para destruir todo. En este corto lapso de tiempo es imposible inclusive para un gobierno competente edificar instituciones en tantos sectores y de tanto tamaño. Las que se construyeron a principios de los noventa han tardado décadas en afianzarse y el proceso aún no concluye. Pero es muy fácil demoler lo que existe con un par de leyes, ciertos decretos de dudosa factura legal, resoluciones prevaricadoras y los consabidos recortes presupuestales. En algunos casos, como en la salud o en la generación y distribución de energía el solo retraso intencional de los giros es suficiente mandar a todo un sector a la quiebra.

Las consecuencias que este proceso de demolición pueda tener sobre el pueblo colombiano le tienen sin cuidado a Petro y sus acólitos. No será la primera vez en la historia que un mandatario cegado por su propia soberbia empuja a su gente al abismo. No hay que remontarse a Mao con el Gran Salto Adelante que mató a millones, ni a Stalin y el Holodomor, ni a Hitler ordenándole a Speer destruir la infraestructura alemana porque su pueblo había sido indigno de él. Aquí en la región y hace poco el socialismo del siglo XXI de Chávez creó ocho millones de refugiados y el kirchnerismo sumió al 40% de la población argentina en la pobreza.

Eso es lo que los fanáticos hacen, pasar por encima de todo y de todos para materializar sus obsesiones. El deber de quienes creemos en la democracia liberal y el estado de derecho es resistirlos institucionalmente, con las mismas herramientas que son los objetivos de su ira. 

Abogado de la Universidad de los Andes, Master in Business Administration del Instituto Panamericano de Dirección de Empresas (IPADE), México D.F., Master en Políticas Públicas de la Universidad de Georgetown, Washington D.C. Se ha desempeñado en diversos cargos del sector privado y público,...