Columnista invitado: Adolfo Martínez.
En nuestra sociedad las figuras de autoridad y poder han terminado revestidas por un manto de ambigüedad que refleja la doble moral que se ha posicionado como consecuencia de la influencia del narcotráfico y unos valores culturales que reivindican la viveza y el triunfo personal a costa de lo que sea.  Esto muestra lo que pasa en una cultura cuando esos referentes simbólicos se degradan y no reivindican claramente lo legal, utilizando en ocasiones de manera sutil y, en otras, descarada, modelos de comportamientos y acciones que reivindican lo ilegal.
En esta vía quiero proponer una reflexión a partir del recuerdo de un evento público en un barrio periférico de la ciudad, cerca de la casa de unos amigos que estaba visitando. El escenario que encuentro es el siguiente: un señor que trabajaba le dijo a otro, vamos que en la cancha están regalando camisa y sancocho; al lugar empiezan a llegar funcionarios de la secretaría de gobierno de Medellín, de una camioneta blindada, al mejor estilo narco, se baja el secretario de gobierno con su grupo de escoltas y tras él otras camionetas con su comitiva.
Mientras ellos llegaban a la tarima principal, los señores que habían hablado de los “regalos”, se encontraban allí disfrutando de un suculento sancocho de cuatro carnes brindado por la alcaldía, también tenían puesta la camiseta que estaba “obsequiando” la administración municipal. 
El secretario y su comitiva se encontraban felices, se acercaban a la gente, les entregaban camisetas y los invitaban a disfrutar del sancocho. Acto seguido, el secretario de gobierno toma la palabra, se dirige al púbico, mayoritariamente niños, habla de la legalidad, de no caer en manos de los violentos, de lo importante que es la convivencia para estos barrios, etc. Al finalizar la alocución, se retira del lugar con el grupo de escoltas en su camioneta y un rato después lo hace el resto de su comitiva.
Esta escena, irónicamente, la asocio con otro recuerdo de mi adolescencia, cuando llegaban  narcos al barrio en un despliegue similar, con carros lujosos y buenos “consejos” y regalos para los niños y las comunidades. 
Se acude a esta comparación, para visibilizar las marcas de un estilo “narco” que se repite incansablemente en nuestra sociedad, actuado por políticos, líderes, actores armados y no armados que reproducen y normalizan una visión de mundo. 
¿Qué consecuencias tiene esto en la relación que se tiene con las normas en nuestra sociedad?
Aunque es difícil, como ya hemos escrito en esta columna, mostrar si hubo discursos y prácticas anteriores al narcotráfico que replicaban este estilo, sí es posible ver que con el narcotráfico ocurren varias cosas con estos “estilos”. Una primera, pasaría por las formas cómo se presentan estas prácticas que, a pesar de que pueden venir de diferentes fuentes, pueden estar dando el mismo mensaje; es decir, en el caso de prácticas barriales e institucionales, el mensaje es de unos “mesías” que con regalos, fiestas y grandes parafernalias logran por un día o tarde crear imágenes de bienestar y riqueza que se mezclan con los discursos institucionales de buenas prácticas, convivencia, etc.
En el otro lado, en el de los narcos, también hay un mensaje sobre la mejora del barrio y sobre posibilidades de bienestar, con la diferencia que este mensaje viene acompañado con una estructura de miedo que directa o indirectamente está ratificando cierto control barrial y de poder de una estructura criminal sobre una población.
Aquí la diferencia que se destaca es que mientras la institución puede tener en cierto sentido mensajes anestesiados que solo duran lo que dura el evento, los narcos, en cambio, con mensajes similares, tienen una estructura que logra que mensajes contradictorios, como el de un buen barrio y el de las dinámicas criminales sobrevivan en el tiempo a través de la constante aplicación del miedo.  
Finalmente, lo que se resalta es que prácticas y discursos que se presentaron desde diferentes agentes, encontraron mayor profundidad en los barrios y en la cotidianidad mediante la parafernalia del narco. Este estilo compraba favores y reconocimiento a través de regalos, por un lado, y, por otro, ratificaba esta “lealtad” a través de una estructura criminal que estaba más inserta en la vida y cotidianidad que los discursos institucionales, como los de la alcaldía.