El mantra diario del cartagenero promedio es “todo va a fallar”. Y no, esto no es un síntoma de pesimismo, sino del realismo más básico. La elección de cargos públicos es una broma, la movilidad es un desastre, el sistema de salud es menos que deficiente y tenemos la peor calificación en temas de educación del país. Eso sin contar que la seguridad es una tarea pendiente, no de esta, sino de varias administraciones hacía atrás.

A pesar de esto, el desplome de un edificio en construcción en el barrio Blas de Lezo alarmó hasta a los más acostumbrados al fracaso. Y no es para menos: veintiún personas han muerto, hubo veintitrés heridos y los responsables siguen libres porque no se sabe con cuál de todos se debe empezar el proceso. Hasta el dueño del proyecto, Wilfran Quiroz, está desaparecido y nadie parece saber dónde está. 

Frente al escenario ya desolador, existen múltiples formas de abordar el problema. La mayoría ha denunciado, y con toda la razón, lo que todos sabemos: la administración pública y el sector privado están plagados de corruptos. Según la Sociedad de Ingenieros y Arquitectos de Colombia hay una mafia que está construyendo ilegalmente, no solo en Cartagena, sino en varias ciudades del país. De acuerdo con el balance entregado por el alcalde Manolo Duque después del incidente, se reportaron 48 obras que están siendo levantadas ilegalmente y a muchas de las que tienen licencia les falta documentación.

Sin embargo, existe un factor aún más escabroso que la mayoría de los cartageneros no tomamos en cuenta a causa de nuestra ya acostumbrada actitud de derrota: la negligencia es tan peligrosa y asesina como un arma cargada en las manos de un psicópata. 

El Plan de Ordenamiento Territorial de la ciudad data de 2001 y tiene componentes que se debían cumplir al corto, mediano y largo plazo. Este último venció en 2015 y la administración de Manolo tiene hasta finales de este año para presentar un proyecto nuevo. Aunque la Secretaría de Planeación ya empezó la contratación de estudios urbanos a través de Findeter para el nuevo proyecto, existen instrumentos legales que le permitían a la alcaldía hacer ajustes al POT actual. Es evidente que después de dieciséis años el Plan se ha quedado pequeño en una ciudad que ha crecido territorial, económica y demográficamente de manera exponencial.

Si es cierto que para construir se necesita emitir una licencia, que tener una falsa es un acto ilícito y que aparentemente hay pruebas para decir que hay una mafia en el sector de la construcción, la alcaldía también tiene la obligación de hacer revisión constante al sinnúmero de obras que se construyen en la ciudad. Pero frente a esto existen dos grandes factores que dificultan el proceso.

El primero es la inseguridad jurídica, que se refleja en la arbitrariedad para designar responsables sobre el control urbano. Esto quiere decir que un día esto le toca a uno y al día siguiente al otro. Hasta ahora, quién se encargara de esta tarea era un tema menor y se hacía poco o nunca, por eso hasta que no pasó el accidente no estaba claro cuántas obras sin licencia habían en la ciudad.

Lo segundo es que no existen herramientas suficientes para hacer el control necesario. La Dirección de Control Urbano no tiene don de mando sobre los responsables de esta tarea y además, no tienen los recursos para realizarla. Es más, esta cartera es casi invisible en el POT actual. Según algunos funcionarios de la Secretaría de Planeación, a veces hay que rogar para poder recibir algo de presupuesto, no hay vehículos para hacer las visitas necesarias, solo hay dos personas trabajando en la Dirección (lo demás es contratación externa, lo cual es también sospechoso), y la ahora ex Secretaria de Planeación, Luz Elena Paternina, controlaba los recursos como ella quería, sin ningún tipo de previsión.

La incompetencia parece ser, en algunos casos, un requisito obligatorio para quienes están encargados de garantizarnos a los cartageneros una vida digna, una ciudad en orden, un día laboral seguro. Hemos estado en manos de un equipo negligente que en apariencia ve con desdén y pereza su obligación de poner atención en los detalles, por pequeños que sean. Incompetentes que le hubieran salvado la vida a las más de veinte personas que murieron en el desplome del edificio de Blas de Lezo, y quién sabe a cuántas más de las que mueren por falta de atención médica o, por lo menos, a alguna de las 258 personas que fueron asesinadas en la ciudad el año pasado.

Ante esta situación, vale la pena asumir nuestra responsabilidad como sociedad civil. Levantar la voz no es de mala educación cuando no estamos siendo escuchados. El mantra diario de los que respetan su vida debería ser desde ahora y en honor a los veintiún asesinados por la corrupción y la negligencia: “soy cartagenero, hoy voy a hacer cumplir mis derechos”.