Manuel Santiago Mejía es un empresario con poder e influencia, pero al mismo tiempo, y ahí radica una de sus habilidades, mantiene un bajo perfil mientras se mueve entre los negocios y la política.
Colombiana de Comercio (Corbeta), la sociedad que reúne a marcas como Alkosto, AKT y Ktronix, en las que se funda el poder económico de su familia, tuvo ingresos operacionales en 2022 por más de 11 billones de pesos y se ubicó en el puesto 12 entre las empresas más grandes de Colombia, según la Superintendencia de Sociedades.
Mejía, sin embargo, es más que un buen negociante.
Su influencia también se puede medir por sus relaciones políticas y los espacios de decisión que ha ocupado en lo público. Por designación de diferentes gobiernos, ha hecho parte del Consejo Superior de la Universidad de Antioquia, del Consejo Directivo del Politécnico Jaime Isaza Cadavid y de la Junta Directiva del Metro de Medellín. En agosto de 2020 renunció a otras dos juntas, las de EPM y Ruta N.
Es, en resumen, un buen ejemplo de un modelo que es posible interpretar de muchas formas, pero que durante la alcaldía de Daniel Quintero se ha planteado de forma casi exclusiva en dos vías: por una parte, la idea de que esas relaciones entre la élite empresarial y política han sido un círculo virtuoso de cooperación. Por otra, que esa relación consiste en realidad en la toma corporativa del poder público para el beneficio privado. Entre esas dos interpretaciones desparecieron los matices.
Las renuncias masivas de las juntas de EPM y Ruta N en 2020, ambas propiciadas por decisiones del alcalde Daniel Quintero que se saltó a esos organismos y su gobierno corporativo, fueron la primera consecuencia de la pelea que le propuso el alcalde a un sector del empresariado en una estrategia tan simple como eficaz.
Quintero, que después de ganar las elecciones en 2019 llevó a su comisión de empalme a las presidentas de Proantioquia y de la Cámara de Comercio de Medellín —quizá las instituciones más presentativas de las élites empresariales antioqueñas y donde cacaos como Mejía tienen influencia y decisión—, terminó acusando a ese mismo empresariado de ser un cartel, de manipular indicadores sociales y de haberse tomado para su beneficio a EPM y a otras entidades públicas de la ciudad.
El alcalde, sin embargo, no ha hablado sobre los mecanismos de algunos empresarios antioqueños para comprar tierras en los Montes de María. No ha hablado sobre las conexiones de algunos empresarios antioqueños con el narcotráfico y la expansión del paramilitarismo. No ha hablado sobre los impactos sociales y ambientales de algunos de sus negocios. No lo ha hecho, quizá, porque su estrategia necesita palabras más efectistas.
Quintero buscó a un enemigo de fácil recordación: el Grupo Empresarial Antioqueño (GEA). Y en esa sigla empaquetó todos los males. Con una mezcla de verdades a medias, imprecisiones y mentiras, el alcalde terminó empantanando una discusión de ciudad necesaria y aplazada sobre los conflictos de intereses y la influencia de agentes privados en las decisiones sobre lo público.
Ese discurso le ha sido funcional a su propósito de figuración. No tanto a su favorabilidad, porque es el alcalde de Medellín más impopular de los últimos 30 años. Dirá él que por la manipulación de las encuestas. Le ha sido funcional, también, a las movidas del Grupo Gilinski que, con la plata de sus socios árabes, sacudió el mercado en su propósito de quedarse con una parte del GEA. Quintero eligió un bando y apostó por su propia toma hostil.
Si nada extraordinario ocurre, Federico Gutiérrez ganará con facilidad las elecciones del 29 de octubre. Llegará a recomponer las juntas de muchas entidades del distrito y Medellín habrá perdido la oportunidad de discutir con rigor si es conveniente que un empresario como Manuel Santiago Mejía tenga voz y voto en las decisiones que afectan la cotidianidad de la ciudad donde hace negocios.