El pasado martes, la Comisión de la Verdad hizo la presentación de su informe final. La reacción de los sectores de derecha no se hizo esperar. Señalaron que la Comisión está sesgada y que no hay espacio para su versión del conflicto, que coincide con la versión oficial de los militares.
Estas opiniones no son aisladas y tienen eco en el Gobierno saliente. El ministro de Defensa, Diego Molano, exigió en un trino una “verdad total” y que el foco no se pusiera solo en las instituciones, sino en los “verdaderos victimarios”: las Farc.
Es cierto que la comisión tiene que ser un espacio plural en el que se recojan distintas versiones e interpretaciones del conflicto. Pero la cosa se vuelve problemática cuando estos sectores de derecha nos dicen que la recopilación de información sobre las violaciones de Derechos Humanos por parte del Estado y sus Fuerzas Armadas responde a un complot para desacreditar las instituciones castrenses.
La tesis de que la Comisión es parte de un complot para desprestigiar a los militares solo busca minimizar la gravedad de las violaciones de derechos humanos de los agentes del Estado. Porque no es cierto que denunciar las violaciones de derechos humanos de las Fuerzas Armadas signifique desprestigiarlas. Todo lo contrario.
No hay mayor prestigio para unas Fuerzas Armadas en una sociedad democrática que su capacidad de autocrítica y su apertura a los derechos humanos. Si las fuerzas armadas reconocen sus excesos y errores en el conflicto no están claudicando frente a la insurgencia, sino demostrando que ellas están más allá de esos excesos y errores. El discurso de los sectores de derecha y del uribismo les quita esta oportunidad a las Fuerzas.
El problema fundamental de la tesis del complot de la Comisión de la Verdad es que confunde la defensa de las Fuerzas Armadas con la defensa de la doctrina del enemigo interno. Los sectores de derecha hostiles a la Comisión no defienden a las Fuerzas Armadas como institución. Defienden a las Fuerzas Armadas solo si son afines a su ideología.
Por eso las recomendaciones de la Comisión que apuntan al cambio de la doctrina del enemigo interno son para este sector una afrenta a las Fuerzas. Pero no hay mayor afrenta a las Fuerzas que la de querer a unos militares politizados. La politización de los militares les resta legitimidad como una institución universal y transversal a los partidos y conflictos políticos de la sociedad.
Sin embargo, la reacción de la derecha al informe final apunta a una cuestión más importante: el sentido y la razón de ser de una institución como la Comisión de la Verdad. El papel de la Comisión siempre ha estado en un dilema: una institución que ofrece un mosaico de verdades múltiples o del conflicto o una que ofrece una verdad oficial única.
La verdad absoluta o el relativismo son indeseables en este contexto. El relativismo o mosaico de verdades es lo mismo que nada: cada parte del conflicto continuaría la guerra por medio de la exposición y defensa de su verdad. Por su parte, una verdad oficial es arriesga, irresponsable e imposible.
¿Cómo pensar entonces la verdad del conflicto? En la vida cotidiana la verdad es solo una. Si yo digo que la cerveza está en la nevera, puedo determinar fácilmente si eso que dije es verdad o no.
El problema es que el conflicto armado no es un hecho tan simple como la ubicación de la cerveza. Ni siquiera sabemos cuándo comenzó el conflicto armado. Podríamos pensar incluso que todavía estamos en él. Además, lo que pasó durante el conflicto nos sigue moldeando como sociedad. Hablar del conflicto es hablar sobre nosotros mismos y la forma en que describimos el pasado del conflicto tiene efectos sobre lo que va a pasar con nuestro país en el futuro.
Por eso, no hay aquí descripción neutral o puramente fáctica. La descripción del pasado se entrecruza con el deseo del futuro.
Obviamente, hay hechos en el conflicto que pueden corroborarse con precisión. Los muertos de una masacre, los actores que perpetraron un toma, los responsables de los falsos positivos. No es fácil determinar esto, pero se puede. Hay un número de muertos y unos responsables, así sea difícil llegar a descubrirlos.
El problema es que un relato del conflicto no consiste en sumar los muertos y hacer un cuadro del horror con los responsables. Todo esto es materia muerta sin un relato global sobre las causas del conflicto y una evaluación moral de los actores. Por esto, el significado de la verdad cambia cuando la descripción fidedigna de los hechos es insuficiente (aunque necesaria).
La verdad no solo significa precisión descriptiva, sino también (y sobre todo) responsabilidad moral y política.
En este contexto, la virtud del relato puede medirse por dos elementos. El primero, el reconocimiento de su carácter parcial e inacabado; el segundo, su potencial para producir reconciliación.
Reconocer el propio carácter parcial e inacabado significa aceptar de forma explícita que cualquier relato o versión del conflicto es también parte del conflicto.
Pero para no quedarnos en la idea de que toda interpretación del conflicto no es más que la continuación de la guerra por otros medios, el relato debe tener potencial para producir reconciliación.
Esto significa abandonar la idea de que hubo un bando absolutamente bueno y otro absolutamente malo en el conflicto. Significa también pensar que el conflicto surgió por una fractura de la sociedad en su conjunto y que la superación del conflicto armado no es una derrota militar sino una serie de transformaciones que sanen esa fractura.
Confieso que no he leído aún el informe final de la Comisión. Pero lo que sí puedo decir es que la versión del conflicto que ofrecen los sectores de derecha recalcitrante no cumple con los dos criterios de un relato virtuoso del conflicto.