Pese a prejuicios y rumores infundados, las Fuerzas Militares colombianas mantienen una tradición de respeto al poder civil y están comprometidas con el actual proceso de paz. Si se logra un acuerdo de desmovilización con las FARC, su papel será clave para para consolidar la paz y mantener la seguridad en el postconflicto.

Durante los pasados meses, un viejo fantasma de la política colombiana ha resucitado: la insubordinación militar al poder civil. Las sospechas de “ruido de sables” han estado asociadas al proceso de paz con la guerrilla. Aunque los temores son pocas veces explicitados de forma abierta, la teoría de la conspiración va como sigue: las Fuerzas Militares o al menos un sector de su cúpula estarían en contra de las conversaciones con las FARC y habrían optado por actuar de forma clandestina para torpedear las esperanzas de paz del país. De este modo, si las conversaciones  naufragan, algunos ya tienen decidido por anticipado que la responsabilidad debe recaer sobre los militares.

La historia de esta supuesta conspiración contra la paz encierra una enorme paradoja  porque combina una absoluta carencia de evidencias que la sustente y un rotundo éxito a la hora de ser creída por sectores de la opinión pública. En este sentido, resulta clave hacer una precisión. Lo que los defensores de la teoría de la conspiración denuncian no es que haya miembros de la Fuerza Pública que discrepen sobre el modo en que discurren las conversaciones de La Habana o incluso su misma existencia–una posición que con seguridad también comparten algunos médicos, campesinos,  maestros, etc. – sino que activamente están tratando de boicotearlas. Y aquí, la ausencia de pruebas es total.

Los intentos de algunos por demostrar que hay una oposición activa a la paz al interior de las Fuerzas Militares se han basado principalmente en dos episodios. Por un lado, algunas declaraciones de oficiales en retiro que han manifestado discrepancias frente a las actuales conversaciones. Una serie de misivas que pueden ser tildadas de inconvenientes o erradas; pero que distan mucho de demostrar la existencia de una conspiración. Por otra parte, el anuncio de las supuestas escuchas ilegales realizadas por miembros de las Fuerzas Militares al equipo negociador del gobierno en La Habana. Una aparente prueba reina que al fin se quedó en nada. De hecho, dos meses después de las denuncias, todavía no se ha mostrado una sola evidencia de que las comunicaciones de los representantes del Estado fueran interceptadas y – lo más importante – que las escuchas fueron realizadas por miembros de Ejército.

La pregunta obvia es porque una teoría tan débil se ha hecho tan popular. Factores muy variados explican esta aparente contradicción. Es claro que un sector de la política y la academia están influidos por un fuerte sentimiento antimilitar. Sin duda, aquí se combinan desde las tradiciones del liberalismo radical que tanto influyeron en el país durante el siglo XIX hasta el impacto de las experiencias dictatoriales de América Latina durante los años 70, pasando por el golpe a la imagen de la Fuerza Pública provocado por los casos de violaciones de los derechos humanos cometidos por algunos de sus miembros. Sea como sea, lo cierto es que la mirada de un número intelectuales y políticos hacia las Fuerzas Militares está cargada de una desconfianza muy superior al que albergan colectivos similares en países como España que sufrió un intento de golpe de Estado en 1982 y Chile que estuvo sometido a una dictadura militar hasta 1989.

En este contexto, siempre hay quienes tratan de sacar provecho. La sospecha permanente sobre las Fuerzas Militares les ha convertido en el blanco de ataques con poco fundamento y mucha intencionalidad política. Algunas figuras de la izquierda radical que apuestan por terminar el conflicto sometiendo al Estado a la voluntad de las guerrillas han condenado al Ejército y las otras Fuerzas como un obstáculo para la paz cuando estas se limitaban a hacer su trabajo: impedir que una minoría imponga impusiese un modelo totalitario a los ciudadanos colombianos.

Así las cosas, vale la pena mencionar tres puntos clave sobre el papel de las Fuerzas Militares en el conflicto y la paz que pueden contribuir a deshacer malos entendidos y tranquilizar a los intranquilos sobre la lealtad del estamento castrense al liderazgo civil y su compromiso con la paz:

1. Las Fuerzas Militares colombianas tienen una de las tradiciones de respeto al poder civil más sólidas de América Latina.

Vale la pena recordar que la historia de Colombia en el siglo XX está marcada por una casi absoluta continuidad de gobiernos civiles. Una trayectoria que contrasta con la mayoría de los países vecinos. De hecho, mientras los gobiernos militares colombianos ocuparon 4 años en la última centuria (Rojas Pinilla y la subsiguiente Junta Militar), Chile sumó 25, Argentina 30, Brasil 38 y Paraguay la sorprendente cifra de 45.

Este argumento deja pendiente la supuesta autonomía militar en el manejo de la seguridad. Muchos analistas han sostenido que el estamento castrense ha gozado de mano libre en este terreno. Sin embargo, tan popular planteamiento es muy cuestionable. Para empezar, la supuesta autonomía otorgada a las Fuerzas Militares por Alberto Lleras en su famoso discurso del Teatro Patria de 1958 no fue tal. Cuando el presidente exigió públicamente a los uniformados apartarse de la política y pidió a los políticos que no se inmiscuyesen en los asuntos de seguridad, buscaba garantizar que ningún oficial repitiese la aventura golpista del general Rojas y ningún líder partidario intentase manipular al Ejército o la Policía como había sido la norma durante La Violencia. En realidad, el Frente Nacional demostró pronto quien mandaba en las relaciones civiles-militares cuando el presidente Leon Guillermo Valencia destituyó al ministro de Defensa, general Alberto Ruíz Nova, por opiniones que juzgó políticamente peligrosas.

Por otra parte, en el contexto del cambio constitucional de 1991, la decisión de nombrar un Ministro de Defensa civil para fortalecer el control político sobre el Sector de Seguridad se implementó sin mayores resistencias. Desde ese momento, la dirección civil fue fortaleciéndose en ámbitos como el planeamiento, el presupuesto y la evaluación. Desde esta perspectiva, resulta difícil imaginar que la administración del presidente Uribe y ahora la de Santos no hayan tenido un control efectivo sobre el manejo de la seguridad.

Esto no quiere decir que las relaciones civiles-militares hayan sido idílicas. No lo son en ninguna parte y menos en un país enfrentado a serias amenazas de seguridad. La construcción de un aparato burocrático especializado en asuntos de seguridad que respaldase al jefe de la cartera en el diálogo estratégico con la cúpula de la Fuerza Pública y la dirección del Sector requirió una gran inversión de tiempo, habilidades administrativas y voluntad política. Además, las crisis institucionales que atravesó el Estado colombiano no ayudaron a la hora de avanzar en la modernización de la Defensa.  Basta con recordar la sorprendente rapidez con que Fernando Botero pasó de ser el segundo Ministro de Defensa civil de la República a quedar arrestado en una guarnición militar como resultado del escándalo de corrupción que envolvió a la administración Samper.

También se ha alegado como muestra de insubordinación militar los casos de violaciones de los derechos humanos protagonizados por miembros de la Fuerza Pública. Sin duda, estos hechos revelaron rupturas de la cadena de mando, problemas en el sistema de evaluación de la campaña y corrupción por parte ciertos individuos; pero de ahí a verlos como señales de un complot para desafiar al poder civil hay un trecho que no resiste un análisis riguroso. En realidad, desde mediados de los años 90, la forma en que los sucesivos gobiernos enfrentaron este problema, la determinación de apartar oficiales del servicio activo incluso si solo pesaban sobre ellos sospechas y la primacía otorgada a la justicia civil para el juzgamiento de estos casos son otros tantas pruebas del control del gobierno sobre las Fuerzas Militares.

2. Los procesos de paz en Colombia no han fracasado por las Fuerzas Militares

Esta afirmación va en contra del lugar común que acusa a los uniformados de ser responsables de la imposibilidad de alcanzar un acuerdo con las FARC. Sin embargo, los hechos contradicen estos prejuicios. Colombia ha sido exitosa en el desarrollo de procesos de paz lo que debería hacer dudar de que haya existido la supuesta oposición castrense. El proceso de paz con el M-19 es un ejemplo. Tras los primeros contactos iniciales entre el gobierno Barco y los líderes guerrilla, el grupo se concentró en una zona desmilitarizada en Santo Domingo (Cauca) hasta la culminación de las negociaciones. Durante todo este periodo, el Ejército respetó las reglas de juego diseñadas para garantizar la seguridad de los guerrilleros y hacer posible el diálogo. Una actitud que resultó clave para alcanzar el acuerdo.

De hecho, el proceso con el M-19 resultó exitoso gracias al diálogo y la cooperación entre el equipo del Consejero de Paz de la administración Barco,  Rafael Pardo, y las Fuerzas Militares. El propio Pardo señala que “la relación entre los militares y la Consejería fue muy estrecha y buscábamos mantenerla cercana, no solo en los grandes tópicos y definiciones de política, sino también en todos los detalles operativos” (R. Pardo, De Primera Mano, Norma, 1996, pag. 133). La historia se puede replicar en las otras desmovilizaciones, incluyendo el EPL, la Corriente de Renovación Socialista, etc.

En realidad, las causas de los fracasos en los diálogos de paz son fáciles de identificar al repasar la historia: la determinación de las FARC en continuar su guerra contra el Estado y la pobreza en el diseño de los procesos de negociación. Por lo que se refiere al fanatismo de los seguidores de Marulanda, basta con mencionar algunos hechos. Las FARC aprobaron su “Plan Estratégico para la Toma del Poder” durante su Séptima Conferencia en 1982 y dos años más tarde firmaron un cese el fuego con la administración Betancur. Un detalle que no impidió al grupo armado continuar con sus planes de expansión militar, desdoblamiento de Frentes, etc. En el caso del proceso de El Caguan,  las FARC aprovecharon la Zona de Despeje, supuestamente destinada a servir de espacio para la construcción de paz, como área de retaguardia para lanzar ataques terroristas por todo el país. Semejante comportamiento durante 40 meses terminó por demostrar al gobierno Pastrana la falta de interés de la guerrilla en cualquier forma de acuerdo y condujo a la ruptura de las conversaciones.

Por lo que se refiere a los problemas de diseño de los procesos de paz, los errores están a la vista. El gobierno Betancur acordó un cese el fuego con las FARC y frenó las operaciones de las Fuerzas Militares confiado únicamente en la palabra del grupo armado. De hecho, no se estableció ningún mecanismo de monitoreo que mereciese ese nombre y en consecuencia la guerrilla pudo violar sus compromisos con completa impunidad. En lo que se refiere a las negociaciones impulsadas por la administración Pastrana, habría sido recomendable cierta mesura al definir el tamaño de la Zona de Despeje, fijar una lista de actividades prohibidas a la guerrilla al interior del área y conservar la voluntad política para sancionar la violación de estas reglas.

Los partidarios de la teoría de la conspiración militar contra la paz suelen señalar a la oleada de terrorismo contra la UP durante los años 80 como la mejor evidencia de sus acusaciones. Desde su punto de vista, el Ejército habría utilizado bandas de irregulares para hundir el proceso de paz de Betancur, destruyendo la organización que debía permitir la participación de las FARC en la política legal. Sin embargo, las cosas son más complejas. La inmensa mayoría de los asesinatos de militantes de la UP fueron cometidos por autodefensas y narcotraficantes. Ciertamente, hubo miembros de las Fuerzas Militares involucrados en los hechos. Unas implicaciones que desembocaron en el procesamiento de algunos oficiales. Sin embargo, de aquí a afirmar que hubo una política institucional contra la paz, hay un enorme salto que va mucho más allá de lo que los hechos permiten decir.

En realidad, todo indica que la masacre de los comunistas y otros miembros de la UP fue el resultado de distintas redes criminales que actuaron por motivaciones diversas en diferentes regiones del país. La misma fragmentación que caracterizó al movimiento paramilitar desde su emergencia a comienzos de los años 80 hasta su disolución con la desmovilización de mediados de la década de 2000.

3. Las Fuerzas Militares continuarán siendo claves para hacer viable la paz y mantener la seguridad después de un acuerdo con las FARC.

En este sentido, habría que empezar por decir que las FARC están sentadas en la mesa de negociación de La Habana siguiendo el guión establecido por el Estado porque están perdiendo la guerra que ellos mismos declararon al Estado. En este sentido, es importante recordar que esta oportunidad de paz no es resultado de una súbita convicción pacifista de quienes llevan medio siglo practicando terrorismo sino el resultado de un esfuerzo militar exitoso.

A la hora de mirar el escenario del postconflicto, resulta claro el papel que tendrán que jugar las Fuerzas Militares. Se puede argumentar sobre como de amplia será la desmovilización de las FARC después de un acuerdo; pero resulta difícil discutir que una fracción de sus militantes preferirán continuar en la violencia movidos por el fanatismo ideológico o la codicia criminal. Así las cosas, no cabe duda de que un acuerdo de paz permitirá la reintegración social de miles de guerrilleros y la reducción radical de la violencia en ciertas regiones. Sin embargo, en aquellas zonas donde los grupos opuestos a la desmovilización continúen actuando, la acción de las tropas seguirá siendo necesaria. Además, la implementación del acuerdo implicará un enorme esfuerzo logístico y de seguridad para sostener y proteger a miles de desmovilizados en sus primeros pasos hacia la vida civil. Todo ello requerirá de la participación de las Fuerzas Militares.

Más allá de los retos de esta transición estratégica, lo cierto es que la desmovilización de la guerrilla representará un cambio sustancial del escenario de seguridad que demandará una reconfiguración del aparato militar y policial. Desde esta perspectiva, parece lógico pensar que la Policía Nacional expandirá su papel en el cuidado del orden interno mientras las Fuerzas Militares orientan su atención a misiones asociadas a la defensa de los intereses internacionales del país.

Pero además, tras la desmovilización de las FARC, todavía resultará necesaria una contribución militar a la seguridad interna, si bien en términos distintos a los actuales. El país todavía requerirá enfrentar Bandas Criminales que en ciertos casos contarán con una notable capacidad armada, blindar sus fronteras de vecinos inestables y patrullar espacios poco poblados, pero de valor estratégico como la Orinoquía. Todas estas misiones requerirán de participación militar en mayor o menor grado. En otras palabras, tras la desaparición de la guerrilla, el papel de las Fuerzas Militares en la seguridad de Colombia no podrá reducirse más allá del que hoy desempeñan en países como Perú, Brasil o Ecuador.

Con esta perspectiva, vale la pena recordar lo obvio: el país continuará enfrentando unas necesidades de seguridad en el post-conflicto que requerirán unos presupuestos robustos. En este sentido, se debe recordar que actualmente no se invierte en seguridad tanto como algunos piensan y, por tanto, los ahorros resultantes del final de la confrontación con la guerrilla no serán de grandes proporciones. En su última edición, el Military Balance del reconocido International Institute for the Strategic Studies señala que Colombia destino a su defensa en 2013 el 1,81% de su Producto Interno Bruto, un poco más que Chile (1,61%) y Brasil (1,41%). El trabajo recomienda tratar con cautela la cifra de Venezuela (1,52%) puesto que no incluye las compras realizadas por medio de fondos gubernamentales por fuera del presupuesto de defensa y no incluye el gasto de Ecuador para el 2013, pero si el del 2012 (2,13%).

Nada de lo dicho debería servir para poner en cuestión el valor de alcanzar un acuerdo de desmovilización con las FARC. La reducción de la violencia implicará un inapreciable ahorro en vidas humanas y creará unas condiciones más favorables para el desarrollo económico y el funcionamiento de las instituciones, particularmente en aquellas regiones más afectadas por el accionar guerrillero. Sin embargo, es bueno recordar que en el postconflicto las Fuerzas Militares y los presupuestos de defensa seguirán siendo una necesidad inescapable para el bienestar y la seguridad de los colombianos.