Hace cuatro años, en la entrada Arquitortura Bogotana, se mostraba cómo la urbanización Sierras del Este, de la empresa Mendebal, en la Avenida Circunvalar con calle 61, era un proyecto emblemático del miserable glamour al que ha llegado la arquitectura en Bogotá.
Hace cuatro años, en la entrada Arquitortura Bogotana, se mostraba cómo la urbanización Sierras del Este, de la empresa Mendebal, en la Avenida Circunvalar con calle 61, era un proyecto emblemático del miserable glamour al que ha llegado la arquitectura en Bogotá.
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El texto describía cómo esas tres altas moles de ladrillo bloquean “sin compasión —y sin dar nada a cambio— gran parte de la vista sobre los cerros, un patrimonio intangible de todos los bogotanos […] Sierras del Este, con sus tres torreones de lichiguez, a diferencia del caso de las Torres del Parque, ignora a los muchos peatones que tienen que circular obligatoriamente por esa pendiente, muchos de ellos estudiantes de una universidad vecina y habitantes de un barrio de otro “estrato” que atraviesan por su cuenta y riesgo la Avenida Circunvalar; todos ellos deben bajar y subir por una precaria trocha ante la mirada despectiva de estos claustros de hediondez visual enmarcados con firmeza en sus implacables cerramientos llenos de porteros y porterías: “pobres”, pensarán los mirones desde el encumbramiento seguro que les da su nuevo apartamento.”
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El patadón urbanístico de estas tres torres, y de otras moles que se construyen en las inmediaciones, parece haber sentado un contundente precedente para el comienzo del acabose.

En el mes de julio de este año que termina, el curador, o descuidador urbano, de la zona, le prorrogó una licencia de urbanismo a Cerro Verde de Helmut Mildenberg Martín y su firma Megaterra, y a la empresa Monte Rosales, liderada por la firma Arias, Serna y Saravia, para que se preñaran de ideas, siguieran con las fases de gestión y diseño, y concibieran la monstruosidad que quieren erigir en el lote de enfrente de las nefastas Sierras del Este. En todo el corredor verde trasero que rodea al Colegio Nueva Granada, desde la Quebrada La Vieja hasta la Quebrada Las Delicias, las dos empresas pretenden hacer 16 torres de edificios con más de 200 apartamentos y una urbanización de 120 “town houses”.
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Al parecer, todos los planes premiados para hacer un corredor ecológico y recreativo sobre los Cerros Orientales, el cuidado que organizaciones de ciudadanos como los Amigos de la Montaña le han puesto a la tierra, al agua y al aire de la zona, a hacer cuadrillas con la Policía para tener seguridad por unas horas, y el interés de algunos vecinos por mantener su barrio tan exclusivo como excluyente, son un trabajo inútil ante la plasta de urbanismo trepador que se les viene encima. O al contrario, nadie sabe para quién trabaja y todos estos esfuerzos —sumados al embotellamiento bogotano— no han hecho más que añadirle valor a la finca raíz de la zona, dándole más fuerza, recursos y poder de cabildeo a estas empresas para hacerle el quite a la norma del Consejo de Estado que prohibió cualquier desarrollo en esos terrenos.

Dado el capital que está en juego —el metro cuadrado en estos proyectos va por lo bajo de 10 a 15 millones de pesos—, los constructores sabrán cómo consentir a los fieles empleados públicos que entregaron las zonas de reserva forestal y sus franjas de readecuación. Quizá cuando dejen sus trabajos, las hojas de vida de estos funcionales funcionarios serán más que bienvenidas en las mismas empresas que antes favorecieron, o podrán hacerse —con tasas de interés preferencial— a alguno de los 320 habitáculos que rondan el millón y los dos millones de dólares.

Si este proyecto se llega a concretar ¿quién o qué va a frenar al resto de los avaros constructores bogotanos?, ¿cómo se librará el resto de los cerros orientales de la codicia empresarial?, ¿qué pasará con las reservas forestales desde Los Laches pasando por Guadalupe, Monserrate hasta la ronda alrededor del Parque Nacional y con todos esos breves paréntesis de verde que hay desde la calle 92 hasta el infinito de Sopo y más allá…? Así como la Empresa de Renovación Urbana ha expropiado algunos terrenos en pos de un supuesto bien común —que luego se han transformado por arte de birlibirloque en negocio para unos pocos, como en el caso de la Manzana 5 en Bogotá—, ¿no podría esta empresa, o cualquier otra del Distrito de Bogotá, hacer lo mismo con estos terrenos donde los beneficios, el paradigma de conservación y la norma ambiental son más que evidentes?

El país progresa, sí, es claro que hemos tenido pobres barrios de invasión miserables y pobres barrios de invasión de lujo, y que cuando no había regulación, la idea era invadir, destruir y construir lejos, arriba en el cerro, donde las autoridades no llegan o que cuando llegan ya para qué.

En el caso de Megaterra y Monte Rosales el barrio invasivo de antaño y la cantera ilegal se han gentrificado para convertirse en barrio de invasión de lujo, tan lujoso que hasta sus gestores se permiten lavar culpas con filantropía y le “donan” al Distrito una parte del terreno para ver si rezando empatan. El quiebre que antes unos le hicieron a la ley es el mismo quiebre que ahora otros invocan para la autoperpetuación de un torcido en el derecho. La única diferencia es que los invasores de hoy son “gente bien”, con un gran capital, mientras los de antaño fueron “gente mal”, con más recursividad que recursos. Cuando la “gente mal” delinque está mal, pero si a la “gente bien” le va bien haciendo un buen negocio con lo que está mal, todo bien, y el resto en la mala: sin vista, aire, agua o tierra.

No importa. Lo chévere es que hemos progresado, los urbanizadores piratas y destructores de los cerros de antes, los Forero Fetecua, Mariano Porras, Saturnino Sepulveda y Alfonso Cruz ahora tienen mejor presencia y abolengo, se apellidan Mildenberg, Arias, Serna y Saravia.

Lástima, Bogotá sin cerros será un ladrillo.
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Petición ciudadana en busca de fírmas para detener el proyecto > Pinche aquí