Sobre su última entrada , eso entendía yo: era un cerco. Trabajo en el Palacio de Justicia y soy profesor de cátedra en una universidad que queda en el centro.  A pesar que no vivo muy lejos (barrio Rafael Núñez), debo inventar cada día cómo entrar al centro (creo que conozco calles de Galerías y Teusaquillo que no aparecen ni en Google Earth).  Los viernes es el día pesadilla.  He demorado, gracias al cierre de la séptima por al fantástico Septimazo, 45 minutos en subir en carro entre la salida del palacio de justicia y la carrera cuarta.  Claro, bobo uno que trae carro, en vez de salir de noche con libros y portátil a la estación de San Victorino o caminar hasta la calle 26 (o más allá) rogando que un taxi lo lleve (¿un colectivo?, ¿un bus?, ¡ja!, me rinde más a pie). 

Súmele que el bloqueo es promovido por el gremio amarillo (no solo el Polo, sino los taxis).  Cuando salgo de la casa en la mañana y quiero tomar un taxi, debo convertirme en un vendedor más encantador que José Simón (y yes, y otra vez yes), para promocionar mi destino hacia el centro: “mire, que le tengo la ruta”, “que por la 19 subiendo es suave”, “que voy tarde y me van a echar”, etcétera, etcétera. Luego de mendigarle a no menos de cuatro taxis que cuando les digo “Palacio de Justicia” solo les falta coger el intercomunicador del radio para preparar una asonada de taxistas, logro subirme a uno, no sin antes armarme de paciencia, pues el taxista —con razón, por supuesto—, lanza su perorata sobre las dificultades de entrar al cerco y el problema de poder salir.  Cuando me bajo del carro, no sé si pagarle la carrera o indemnizarlo por los perjuicios causados.

Todo tiende a empeorar cuando antes se las cinco salgo volado a dar clase en la universidad y a pesar de que se trata solo de unas cuantas cuadras tengo el tiempo medido, entonces debo convertirme en predicador de testigos de Jehová para lograr que un taxista se le mida a hacerme una carrera mínima centro arriba. Claro, los fanáticos de la vida saludable me dirán que por qué no me subo a pie.  Primero, la clase es en la mitad del cerro y para esa trepada tendría que irme mínimo en sudadera. Segundo, no me quiero arriesgar a que me roben hasta las medias una vez pase la librería Lerner y entre al territorio hostil del Parque de los Periodistas.

Hace unos días, una amable mujer vestida por la Alcaldía de “naranja movilidad” me entregó un mapita en el cambio de semáforo de la séptima como 36, con los desvíos por el “cierre de la séptima por obras de” Transmilleno.  Bueno, pensé, ahora sí en el Palacio de Justicia entenderán por qué insisto en que de ahora en adelante deberé trabajar desde la casa, al menos podré acompañar a mi perro y tenerle comidita lista a mi esposa en la noche (quien, por supuesto, no trabaja en el centro). El día que hagan ese anunciado cierre, tendrá que escribirse la segunda parte de la Historia del Cerco de Lisboa.

Lo siento, usted no me conoce, necesitaba desahogarme con alguien, quién le manda a escribir textos que evocan la furia bogotana…

Bogotá, 1971. Profesor, Universidad de los Andes. A veces dibuja, a veces escribe.luospina@uniandes.edu.co