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El año pasado en un foro sobre paz, el analista León Valencia señaló los entramados del ejercito, los ganaderos, el desplazamiento forzado y la tenencia de la tierra y la parapolítica. Ante la andanada de datos, Jose Felix Lafaurie, presidente de la Federación Nacional de Ganaderos, sufrió de un ataque de sinceridad y dijo: “Qué culpa tienen los ganaderos del país si fueron los coroneles del ejército los que fueron a buscarlos para apoyar a las Auc”. (El Espectador, Alto Turmequé).

Por la misma época, José Fernando Isaza mostraba cómo en Colombia no solo somos los más felices del mundo, sino que también tenemos el noveno ejercito más grande: “los 525.000 hombres que tienen las fuerzas armadas convierten a la tropa en la más grande de América Latina. Colombia supera incluso a Brasil, que tiene 327.000 soldados y cuya población es cinco veces mayor. Es tan grande el Ejército colombiano que se equipara a la suma de los uniformados que protegen a Venezuela, Perú y Ecuador. Isaza calcula que triplica a las fuerzas de Israel, se compara a las de Irán y es 43 veces mayor a las de Nicaragua. Respecto a Estados Unidos, que es la potencia más grande del mundo, es la tercera parte.” (Revista Semana, Confidenciales).
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A esto habría que sumar el viagra de los 25.544 miles de millones de pesos que alimentan al Ministerio de Defensa en el presupuesto del 2004 y que lo convierten en uno de los mayores empleadores del país, sino el mayor.

Los dos escándalos recientes del ejercito, las chuzadas legales e ilegales de la Operación Andrómeda y a las últimas revelaciones periodísticas de corrupción en la contratación del ente militar, son la primera dosis anual para ejercitar la crítica al ejército.
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Estamos acostumbrados, cada año sucede lo mismo, este no iba a ser la excepción y si seguimos como vamos en los próximos pasará otro tanto, tal vez no igual sino peor (¿qué tal un candidato presidencial, emulador de Uribe, de origen militar, que bajo una recesión económica sepa encausar los temores pequeñoburgueses del arribismo nacional?).

Las chuzadas y la corrupción en la contratación de este año, suceden al escándalo del Tolemaida Resort del año pasado, y este sucedió a la reforma al fuero militar del antepasado y el conflicto que genera cualquier nuevo capítulo de la novela judicial sobre la toma y la retoma del Palacio de Justicia (y por el cuál se juzga la acción de los militares pero no la omisión de los políticos como Belisario Betancur). Y poco antes hubo de la violación de una niña y la muerte de ella y sus dos hermanos en Tame por parte de un militar y el intento, muy al comienzo del caso, de sumarle este crimen al abultado dossier de infamias de la guerrilla (un rumor periodístico que fue rectificado y que le dejó el Ejercito una inusitada lección de las ventajas de decir la verdad). Y más atrás estuvieron los falsos positivos de Soacha y como un caso aislado de unas cuantas manzanas podridas resultó ser toda una cosecha —todavía impune— de ajusticiamiento militar y bonificaciones de desempeño. Y más atrás la condena al General Rito Alejo del Río por violaciones a los derechos humanos, un militar que años antes había sido exaltado por Álvaro Uribe Vélez como “ejemplo para los soldados y policías de Colombia”. Otro poquito más atrás lo que dio de qué hablar fue lo que hicieron mi General Camacho Leyva, o Rojas o Reyes o Uribe Uribe o Obando y Mosquera o Bolívar y Santander… Pero, volviendo a lo que dijo Lafaurie, los militares siempre vuelven, nos vienen a buscar, o somos los que acudimos a ellos para garantizar nuestra seguridad, o a que hagan el trabajo sucio por la fuerza, poco importa que sea bajo una política de seguridad democrática o paramilitar. “La guerra es la continuación de la política por otros medios”, dijo un militar, y todo vale para calmar el miedo trepador de perder o tener que compartir algo de lo que se ha conseguido a punta de tradición, familia y propiedad.
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Lo militar es la fuerza que siempre regresa, es un rito de machos (y de marimachos) lleno de violencia. No es problema si lo militar llega en formato de prócer de la Patria o de Ministro de Guerra, perdón, de Defensa, o de carrusel multimillonario de contratos que genera una institucionalidad castrense cuya función es la autoperpetuación de sus jerarquías a toda costa; aun a costa de matar de hambre, de tedio, o a tiros, a pelotones enteros de soldados rasos reclutados a la fuerza o cuasi obligados para obtener la bendita libreta militar (los niños bien compramos la libreta o si el hijo del Presidente va a la guerra lo hace encuartelado en un multiparque militar en Girardot). La mayoría de los 525.000 cuerpos que tiene el ejército son pura carne de cañón. Todo sea por el espíritu de cuerpo.

Nos vamos a dormir, sí, a un paraíso civilista, de garantías constitucionales, de tradiciones democráticas de presidentes, políticos y politiqueros que son elegidos para que manejen el país, pero a la mitad del sueño, inquietos por una presencia ominosa, atrapados en un microrelato, abrimos los ojos y cuando despertamos, el militar todavía está allí.
