Alguna vez, tras la paliza electoral que le dieron al Partido Verde en las elecciones presidenciales de 2010, pensé en escribir un texto mala leche titulado ¿Qué le falta al partido Verde?, y despachar un listado de sus carencias (su falta de liderazgo, de organización, su cortoplacismo)  para señalar que ninguna de estas falencias era tan importante como su “falta” de corrupción. En esta nobel colectividad política apenas sobresalía un caso de corrupción latente por allá en el profundo Boyacá, pero ese partido, que se había destacado como el canal para que los indignados criollos encausaran democráticamente su molestia ante el todo vale corrupto de los dos periodos sucesivos del Gobierno Uribe, nunca iba a llegar una posición importante de representatividad política en el país, más allá de unos cuantos congresistas esmirriados, si no recurría a la fuerza que había motivado su origen: la corrupción. Verbigracia, lo único que iba a hacer que este partido político contra la corrupción alcanzara un poder de acción dentro del Estado para poder cambiar las formas corruptas de hacer política, era la corrupción misma. Bajo este paradójico axioma le pronosticaba al Partido Verde un destino igual al de, por ejemplo, la Alianza Democrática M-19, que alcanzó en su cúspide de representatividad un puesto en la presidencia de la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, pero luego fue apagándose igual a como titila con chispitas y muere repentinamente una lucecita de bengala. Hoy, con la noticia que confirma la alianza entre el candidato a la alcaldía de Bogotá del Partido Verde y el partido de la U, entre el candidato repitente Enrique Peñalosa y el Fuhrer Álvaro Uribe, le pronostico al Partido Verde una esperanza de vida, una promesa de felicidad, el paso de causa perdida y congregación cándida encabezada por una fauna disímil de animales morales a una empresa común y resiliente de políticos ansiosos —y de uno que otro expresidente con el síndrome recurrente del nido vacío producto de la partida del poder—. Dicen que si uno baila con el diablo, el diablo no cambia, el diablo lo cambia a uno, el Partido Verde entonces será una colectividad capaz, como todas las otras, de unir las tendencias más opuestas bajo la fuerza de un objetivo común que todo lo amalgama, ese imán de poder y lucro que jala a todos para el mismo lado, la corrupción. Larga vida al Partido Verde.

Bogotá, 1971. Profesor, Universidad de los Andes. A veces dibuja, a veces escribe.luospina@uniandes.edu.co