Solo uno de los propietarios que vive en la casona se ha opuesto a la iniciativa, argumenta estar de acuerdo con el acto pictórico pero pide posponerlo y dedicar los recursos de la prima extraordinaria a cancelar primero las prestaciones sociales de una pareja que trabaja en la portería desde hace más de 15 años. El monto de lo que se piensa recoger por la pintura es en algo inferior a lo que se adeuda a la pareja. La administradora del edificio, que representa a varios de los propietarios no residentes, junto al resto de los vecinos propietarios dicen que ese pago vendrá cuando sea su momento, luego de otras reparaciones y modernizaciones locativas.

En Bogotá, en el Barrio La Soledad, en una gran casona de varios pisos que fue dividida para sacarle una docena de apartamentos, hay una discusión entre la administradora del edificio, los propietarios y uno de los dueños.
Cada apartamento debe aportar una cuota de millón y medio de pesos para pelar, resanar y pintar la fachada y las áreas comunes del inmueble. Hay consenso sobre el color de la pintura, no tanto sobre la necesidad de hacerlo. Los que ya no viven en el sector y ven su vida ahí como una aventura pasajera que luego devino en inversión mercantil, consideran primordial el embellecimiento del edificio en miras a una pronta venta, antes de que baje la marea especulativa que inunda el sector inmobiliario y sube los precios de todo en la capital del país. Los que viven en la casona suman a la valorización la idea de llevar una vida más estética, quieren disfrutar del nuevo renacimiento que vive su barrio, ahora convertido en un enclave de la “bohemia boutique” típica de cualquier ciudad cosmopolita (a una cuadras acaban de poner un restaurante de Sushi y una tienda exclusiva de productos orgánicos, vinos y cuentos para niños).

Solo uno de los propietarios que vive en la casona se ha opuesto a la iniciativa, argumenta estar de acuerdo con el acto pictórico pero pide posponerlo y dedicar los recursos de la prima extraordinaria a cancelar primero las prestaciones sociales de una pareja que trabaja en la portería desde hace más de 15 años. El monto de lo que se piensa recoger por la pintura es en algo inferior a lo que se adeuda a la pareja. La administradora del edificio, que representa a varios de los propietarios no residentes, junto al resto de los vecinos propietarios dicen que ese pago vendrá cuando sea su momento, luego de otras reparaciones y modernizaciones locativas.
La pareja de porteros vive en una pieza pequeña, con tan poca fortuna en el diseño que la única ventana da un muro, carece de calentador de agua caliente y usan como cocina un reverbero doble que instalaron al lado del nicho del fregadero donde lavan los traperos. La puerta de su pieza da a los garajes y ambos porteros se alternan para quitar y poner los candados internos cada vez que a cada hora, de domingo a domingo, entra un carro, sea de propietario o visitante. Algo del humo de esas máquinas se mete a su cuarto cada vez que abren los portones.
En la casona vive un actor que actúa en obras de teatro libertarias, tiene una modesta academia de actuación y hace poco viaja, bajo un contrato estatal, a las zonas de conflicto del país para dictar talleres a grupos de personas que han sufrido por hechos violentos. También hay un par de profesores universitarios de planta, dos funcionarios del Estado en puestos culturales y otro es fundador de una oenegé, todos, gracias a sus trabajos, están al tanto de la palabra “posconflicto” y le dan de vez en cuando un uso retórico o ejecutivo en charlas, clases, presentaciones y documentos oficiales.
En la última reunión de la junta del edificio, todos los propietarios residentes asistieron y fueron correctos con el vecino propietario opositor que, cuando fue el momento, insistió en estar de acuerdo con la pintura pero solo tras pagar lo que se adeuda a los porteros. Fueron 11 votos contra 1 y al final la administradora de la inmobiliaria, empoderada pues tenía el poder de varios de los propietarios, se dio el gusto de hacer en el acta del encuentro una garabatico vago y nominal como única constancia del voto en contra.
Los porteros del edificio se quieren ir y montar una tienda con un familiar en un barrio del sur occidente de la ciudad y necesitan la plata de la deuda para comenzar esa nueva vida, pero temen que una pelea con los propietarios les traiga problemas. Saben que la ley en algo los protege, pero temen que todo se alargue y complique, ellos nunca han firmado un contrato por el servicio que prestan y, en caso de darse un pago por vía judicial, son recelosos de que algún leguleyo pueda robarles o embolatarles parte o todo el dinero y se queden sin el pan y sin el techo.
En ese barrio, en La Soledad, en la elecciones pasadas para presidente, en muchos puestos ganó el voto por “la paz”. Entre los vecinos propietarios de la casona nadie hizo mucho alarde en la campaña, nadie pegó afiches en la ventana o en los carros y mucho menos usó camisetas de apoyo para su candidato, pero todos, como clase media alta bogotana que lee prensa civilista y columnas heterodoxas de opinión, votaron a regañadientes por Juan Manuel Santos, después de todo era él quien prometía no levantarse de la mesa de negociaciones en La Habana a la que asisten los guerrilleros de la franquicia de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia.

El vecino propietario opositor que quiere pagar las prestaciones de los porteros tuvo un hermano secuestrado por 5 meses hace más de 10 años. Se lo llevó la delincuencia común y luego fue vendido a la guerrilla. Lo secuestraron en la finca de unos primos palmicultores cuando pasaba ahí una temporada en su práctica universitaria de agronomía. En la finca solo había cientos de hectáreas de palma, una casa rústica y parca donde se quedaban una o dos noches al mes los dueños del terreno y hacían uso esporádico de los baños, camas, el televisor y el lector de DVD. La pareja de empleados, que hacía y servía la comida y mantenía la casa, vivían con sus niños a unos cien metros, en un palafito con piso de tierra, agua del pozo y una letrina. Cuando soltaron al hermano, luego de negociar y hacer un pago, al vecino propietario opositor se le ocurrió pensar que había alguna relación entre el secuestro de su hermano, su familia palmicultora y la pobreza de los cuidanderos. Claro, una relación más allá de las sospechas evidentes de la policía, que pasó rastrillo por todos los empleados de la finca y no encontró nada sospechoso, aunque luego del secuestro los dueños no volvieron, despidieron a la servidumbre y ordenaron quitarle las paredes al palafito para guardar ahí un nuevo tractor de segunda.
El vecino propietario opositor hoy intenta ver una relación parecida entre sus vecinos de La Soledad, los porteros y las contingencias de la guerra y la paz, pero más fuerte que esa inquietud culposa de tipo intelectual es la rabia resignada que le entra cada vez que ve como esas dos personas siguen haciendo su trabajo juiciosamente, como si en la casona de La Soledad no pasara nada.
