En su libro Cuatro crisis que marcaron a Colombia, Juan Camilo Restrepo, quien fue el jefe de la delegación del gobierno de Juan Manuel Santos en las negociaciones con el ELN, explica un “impasse” con el que se enfrentó el gobierno en el momento de sentarse con esa guerrilla. Así lo cuenta:
“Desde el comienzo, el ELN sostuvo —y aún sostiene— que la legalidad que lo rige no es la que emana de la Constitución y de las leyes de la República de Colombia (…) [D]icen obedecer una legalidad revolucionaria, propia de su condición de alzados en armas, que entronca más con el llamado por ellos ‘derecho a la rebelión’ que con el sistema jurídico que hunde sus raíces en la legalidad colombiana y en nuestro sistema de derecho” (206).
Las negociaciones no pudieron, entonces, tener como marco de referencia la legalidad del Estado de Derecho colombiano, pues el ELN negaba y niega su legitimidad, y, por supuesto, tampoco podían tener como marco “la supuesta legalidad revolucionaria que [los del ELN] invocaban”: una legalidad que para el Estado Colombiano,
como para la gran mayoría de la sociedad, es otra mentira de esa guerrilla que solo ellos se creen y que solo ha servido para justificar su crueldad y terrorismo.
La solución (que resolvió ese impasse, pero nada más) la encontraron las partes en su supuesta mutua aceptación del Derecho Internacional Humanitario. Digo ‘supuesta’ porque, si bien el Estado colombiano acepta el DIH y, por lo general,
aunque no siempre, lo ha respetado, el ELN ha violado sistemáticamente estas normas internacionales: su idea de “justicia” es el asesinato, la intimidación y el secuestro.
El ELN nunca ha reconocido la legitimidad del estado colombiano. La guerrilla decidió no participar en los acuerdos de paz con el gobierno de Barco, y no hizo parte de la Constituyente de 1991. No es solo que,
como explica Joe Broderick, “para ellos todos los gobiernos [sean] iguales: la burguesía de siempre con diferentes caras”, sino que la Constitución es el producto de las mismas élites y, por lo tanto, ilegítima.
“Fue manoseada, fue pisoteada, fue realizada con compraventa de proposiciones y hoy desfigurada por la Corte Constitucional, por eso, llamamos a que se convoque a la población (…) a que se elija una Constituyente y que dentro del marco de esta constituyente se elija un nuevo gobierno, una nueva forma de elegir gobierno, que nos permita cambiar también de estado”.
El gobierno se enfrenta hoy, nuevamente, al impasse de negociar con un grupo armado con el que no tiene un lugar común; el cumplimiento o el incumplimiento del derecho internacional humanitario es un criterio que, si bien puede ser útil para hacer negociaciones humanitarias como a las que el alto comisionado está acostumbrado, no va a conseguir un acuerdo de paz que necesariamente implica la terminación del conflicto con el ELN y el final de esa guerrilla.
El requisito mínimo, como las FARC aceptaron tácitamente en
el acuerdo del 26 de agosto de 2012 con el gobierno Santos al inicio de la fase pública de las negociaciones de paz, es reconocer que, al final del proceso, la guerrilla se va a acabar, y el Estado constitucional va a permanecer, aunque modificado en algunos aspectos. Para un proceso de paz exitoso, es necesario que la guerrilla reconozca la legitimidad de su enemigo y que se someta o se rinda, aunque con gabelas y algo de impunidad, al orden constitucional.
Como algunos observadores han notado, es poco probable que el ELN esté dispuesto a esto y que sus bases no le obedezcan al Comando Central (unos señores que viven entre Cuba y Venezuela y que cobardemente se dedican a ordenar asesinatos y secuestros en Colombia) y que prefieran seguir explotando rentas ilegales.
El problema, entonces, no es sólo práctico (la explotación por parte del ELN de economías ilegales y su pertenecía a redes criminales internacionales, que el presidente de la república
ha denunciado) sino, y sobre todo, político.
El ELN no está dispuesto a reconocer la legitimidad del Estado: no parecen estar dispuestos a “transitar a la legalidad,” para usar ese eufemismo tan trillado, sin antes, primero, cambiar fundamentalmente esa legalidad mediante un proceso constituyente como el descrito por el cura Pérez, sin antes “cambiar también de Estado”.
Por eso es tan sorprendente y peligroso el tono de los negociadores que supuestamente están representando al Estado. Las conversaciones empezaron con un cese al fuego unilateral por parte del gobierno. Este optimismo fue valiente: mostró la voluntad del presidente de sentarse a negociar con la guerrilla, al punto de tomar la decisión de desactivar a las fuerzas armadas durante meses para mostrar un tono conciliador. Esto, claro, también fue ingenuo y terco.
Sin embargo, con los meses, el presidente parece estar cada vez más frustrado con el ELN, que se niega a demostrar voluntad de paz, que es voluntad de desmovilizarse y de volverse un partido político que acepte las reglas de juego, y que ha entrado en una especie de
“plan tortuga” en las negociaciones.
Más que frustrado con una guerrilla cuyas únicas tradiciones son el asesinato y la intransigencia, y que ya sólo asombra por una obsolescencia cada vez más mal llevada, debería estarlo con su Alto Comisionado para la Paz, que, con ingenuidad
grotesca y
con ausencia de rigor y método, conduce una política de paz total que
no parece estar dando frutos en ninguna parte. Y con Otty Patiño, el jefe negociador del gobierno,
quien ha afirmado que hay una “simpatía política” entre el gobierno y los negociadores del ELN (¿Cuál simpatía política puede haber entre el representante de un orden constitucional y un grupo de guerrilleros que niega la legitimidad de ese orden y que sólo reconoce, aunque no aplica, la autoridad del derecho internacional humanitario?)
Es necesario que el presidente envíe un mensaje claro sobre el ELN: que recalque que no hay simpatía entre él y esa guerrilla (tal simpatía, además, no es necesaria ni útil en una negociación entre adversarios) y que insista en que la única agenda de negociación posible con esa guerrilla es una que implique su sometimiento a la Constitución y su desaparición como grupo armado.
Cualquier otra cosa es innegociable.