Por: Casa de las Estrategias.
Esta entrada es basada en una columna de Gustavo Duncan en el diario el País de Cali.
La reiteración de ciertos fenómenos en Medellín da pie para aventurar una hipótesis sobre la violencia en la ciudad. El argumento es que las guerras entre combos y las vendettas de la oficina de Envigado esconden conflictos que desbordan lo criminal. Se trata en realidad del rompimiento de pactos sociales más complejos entre sectores excluidos, grupos criminales organizados, las elites y el resto de la sociedad.
Este pacto social implica el control del potencial de criminalidad de sectores disconformes contra el resto de la sociedad a cambio de permitir a una mafia producir rentas alrededor del narcotráfico. En otras palabras, la existencia de unas superorganizaciones criminales que pagan el salario de la baja criminalidad y organizan el cobro de una extorsión a una amplia gama de transacciones sociales evita la práctica sistemática y desbordada de delitos como atracos a transeúntes, robos a bancos y propiedades, secuestros, vandalismo, etc. Estos delitos no sólo tienen un alto costo social y deterioran la calidad de vida de una ciudad, sino que no producen ningún tipo de renta. El narcotráfico en cambio produce tanto capital que es capaz de pagar un salario a los potenciales delincuentes para que se dediquen a proteger a los empresarios de las drogas en vez de afectar a la sociedad.
En el génesis de este pacto está el factor humano. Pablo Escobar descubrió que para hacerse al control del negocio existía un grupo social clave. Los barrios marginales estaban repletos de adolescentes frustrados por sus pobres posibilidades sociales. Ellos estaban dispuestos a la delincuencia como una alternativa para resolver sus frustraciones. La propuesta de Pablo no pudo ser más persuasiva: en vez de dedicarse a crímenes de baja monta, él los invitaba a hacer parte de una organización multimillonaria. Por servir como su ejército privado y por poner orden en sus comunidades, Escobar pagaba sus aspiraciones de reconocimiento. Podían ahora dejar de considerarse marginados. Se había creado así una forma alterna de inclusión social.
Ilustración: Camilo Uribe Posada.
En entrevista con Piquiña, un antiguo sicario del Cartel de Medellín asesinado luego de pagar una condena de 14 años cuando ya no tenía nada que ver con la delincuencia, se advierte la idea de una mafia poderosa que aunque es un factor de preocupación y de malestar para el resto de la sociedad evita situaciones indeseables para la estabilidad del orden social:
Pablo mandaba y tenía la plata, nosotros los de abajo teníamos chichiguas. Había que pensar en hacer plata propia. Yo no tenía salario, yo cogía la plata que necesitara. Yo entré a la organización a cobrar y cuando había que apretar, apretaba, no siempre asesinando. Yo tenía una señora de 60 años que todo lo que me daba Pablo, su contador lo ponía a nombre de ella, pero todo eso era mío.
Piquiña, además, imaginaba el negocio de su patrón Escobar como una actividad en la que durante un tiempo la elite en pleno encontró un punto de estabilidad y de condescendencia. Lo que ocurría incluso más allá de las elites de Medellín:
El cártel y la oficina tuvieron buenas redes en Bogotá. La importancia de Bogotá era política y de negocios, había gente de muy alta escala que hacía negocios con Pablo y le gustaba los nexos con el narcotráfico, pero sin viajar a Medellín. Empresarios de Medellín viajaban a Bogotá y viceversa. Aviones privados que eran taxis. El centro de operaciones de Pablo no era en Medellín, era en Bogotá. Pablo no iba mucho a Bogotá, ni Medellín, sólo a fincas.
En esta entrevista rastreamos un sello de reivindicación social muy fuerte en los adolescentes de la periferia, basada en su capacidad y disponibilidad de hacer uso de la violencia. Escobar los controló con una lógica paternalista y el carisma de un criminal heroico que aplacaba cualquier pretensión de insurrección y de indisciplina de su tropa de “bandidos”. A través de los combos dominó las comunas y se apropió de una carta de negociación lapidaria: si el resto de la sociedad y las autoridades decidían perseguirlo, él podía desatar la criminalidad de todos estos adolescentes descreídos.
Todo queda resumido en las palabras de Piquiña:
Se puso las botas Pablo Escobar que sí tenía un ejército de hombres como nadie y no pudo contra la justicia. Poder no es manejar un barrio de 20 o 30 muchachos. Poder es manejar la ciudad. El estado no tuvo las pelotas para decirle a Pablo que se entregara y parara la guerra.
De ese modo, el potencial de rebelión que generaba la exclusión y que podía canalizarse hacia la insurrección o, más probablemente, hacia una delincuencia caótica, fue reprimido desde la base por organizaciones criminales que canalizaban este potencial hacia actividades que generaban más rentas y menos costos sociales. Los otros sectores de poder de la ciudad no tenían mayores motivos para rechazar esta oferta de paz. Los grandes empresarios de Antioquia, por su parte, tenían mucho que perder y poco que ganar para oponerse, bastante tenían con hacer frente a la crisis de los ochenta. La clase política tampoco tenía motivos para oponerse, los que no recibían plata de Escobar no querían echarse encima el rechazo de numerosos sectores que dependían del capital de las drogas. La gente en general, pobres y ricos, prefería la paz y la prosperidad que la guerra y la delincuencia desatada. No había necesidad de conspiraciones entre elites, bastaba con que primaran los intereses de la sociedad para mantener este acuerdo.
Sin embargo, el pacto social de Escobar ha atravesado cada tanto por sangrientas crisis: las bombas, el asesinato de policías, la muerte de Escobar, la terraza, la operación Orión, el imperio de Don Berna, la extradición de los paramilitares, de nuevo el desorden, Valenciano, Sebastián. ¿Qué vendrá ahora? ¿Podrá reconstruirse el pacto con los Urabeños?
Ilustración: Camillo Uribe Posada
Si en Medellín no hay razones para estirar los cimientos de este acuerdo social al punto de quebrar la paz ¿por qué entonces la ciudad se ha visto envuelta en semejantes guerras? La respuesta no debe buscarse en las contradicciones internas. Los trabajos de Jorge Giraldo en la universidad Eafit muestran como las tendencias de la violencia en la ciudad pasan por asuntos nacionales. La evidencia parece ser conclusiva al respecto. El pico de los ochenta y principio de los noventa está asociado a la guerra de Escobar que se inició en Bogotá. La guerra de principios del dos mil tiene que ver con la dinámica del enfrentamiento nacional contra la guerrilla. La operación Orión se enfrasca en este proceso. Y los incrementos recientes de homicidios tienen su explicación en el reemplazo de Don Berna luego de la extradición de los paramilitares, otra decisión nacional.
Puede sonar escandalosa esta explicación pero al menos invita a profundizar en nuevas hipótesis para comprender la violencia de nuestras ciudades.